top of page

MEDIA GASTRONOMÍA




Jorge Guitián / La Vanguardia




OPINION/OPI/SCZgm/LV/14-03-2023


Hablamos, mucho y con mucha frecuencia, de la alta gastronomía sin detenernos a pensar en todo lo que esa definición implica, en todo lo que incluye y todo lo que descarta. Pero, sobre todo, lo hacemos sin pensar en por qué nos interesa tanto que no nos deja ver mucho más allá.


La alta gastronomía es un concepto fluido. Es la gastronomía de la excepcionalidad. Pero la excepción se establece en comparación con algo, depende del contexto y, por lo tanto, cambia. Tratar de llegar a una definición nos llevaría a caer en un pozo del que difícilmente saldríamos: qué es la excepcionalidad, quién la define, cuál es el contexto que aplica a esta realidad…


No importa. Para el caso que nos ocupa todos tenemos más o menos claro de qué hablamos cuando hablamos de alta cocina o de alta gastronomía. No nos hace falta ir mucho más allá, porque lo que me interesa hoy es justo lo otro, lo que queda fuera de esas definiciones.


Si hablamos de alta cocina, en lógica deberíamos hablar también de baja cocina, algo que no hacemos y que personalmente me disgustaría profundamente por lo que implicaría de límite, de barrera. La alta gastronomía tiende a ser vista en muchas ocasiones como algo excluyente. Si además la contraponemos a una supuesta baja gastronomía, estaremos terminando de encerrarla detrás de una muralla infranqueable, estableciendo una distinción de clase o de estatus absolutamente contraproducente y seguramente extemporánea. Por otro lado, hace ya más de medio siglo que los investigadores rebaten la diferencia entre alta y baja cultura, por lo que, si consideramos la gastronomía como cultura, deberíamos, también, abandonar definitivamente esa dualidad. Ojalá.


Aún así, usemos el nombre que usemos, hay una gastronomía de la excepción y, junto a ella, lo que podemos definir como una gastronomía de la cotidianeidad. Y es esa, en realidad, la que me interesa hoy. Porque, a pesar de ser la que nos afecta a todos a diario, suele ser en la que menos pensamos.


La alta cocina está bien documentada desde sus orígenes. Contamos con crónicas, críticas, relatos, guías de viajes, biografías y autobiografías, noticias de prensa, recetarios, libros de cocineros, análisis históricos, filosóficos y económicos que se encargan de ella; catálogos de recetas, de técnicas, de productos, reproducciones de menús y millones de fotografías. Hasta con una Bullipedia que se encarga de diseccionar cada uno de sus entresijos.


La otra, la gastronomía del día a día, sin embargo, permanece ahí, anónima, desapareciendo poco a poco. Porque eso es lo que ocurre cuando una realidad no se documenta: se va olvidando gradualmente hasta dejar para siempre de existir.


Los historiadores tendemos a trabajar con fuentes, lo que nos ha llevado a estudiar la alta cocina a través de libros, entrevistas, noticias y críticas o bien, yéndonos al extremo opuesto, a abordar la historia de la alimentación a través del estudio de la documentación de impuestos, aduanas, tráfico de mercancías, etc.


Falta por hacer, en buena medida, la historia de lo que ocurre entre un extremo y el otro, entre el cultivo, comercio y distribución de los alimentos y su conversión, en algunos casos, en alta cocina. Falta por escribir la historia de esa gastronomía media. Aunque esto es una generalización y hay autores como Jean-Louis Flandrin, Massimo Montanari y muchos otros que llevan haciéndolo desde hace décadas.


Pero volviendo la mirada hacia nosotros, hacia nuestro entorno y hacia nuestro tiempo, la falta de atención hacia esa gastronomía anónima y de diario parece acentuarse. Hay estudios antropológicos sobre cómo se alimentan las diferentes comunidades, sobre la relación entre alimentación y poder adquisitivo, alimentación y urbanismo o alimentación y clase. Pero es difícil, por no decir imposible, encontrar trabajos sobre la alimentación cotidiana entendida como gastronomía, como una realidad cultural contemporánea, como un conjunto de saberes transmitidos y acumulados a lo largo del tiempo dentro de un grupo.


¿Cuántas recetas de la abuela, de esas que aparentemente añoramos, hemos perdido en las últimas décadas? ¿Cuánto conocimiento ha desaparecido al no haber pasado a soporte escrito? Y, al mismo tiempo, cuántos hitos relevantes que han ido dando forma a nuestra identidad gastronómica actual hemos olvidado porque, sencillamente, no nos preocupamos por documentarlos.


¿Cuándo abrió el primer restaurante chino en tu ciudad? ¿Cuál fue el primer local que sirvió pizza? ¿En qué momento se sustituyeron aquellas recetas de la abuela por croquetas congeladas, caldo en cubitos o botes de tomate frito? Sé que todos nos negamos a aceptar que esa realidad tenga lugar en nuestra cocina, que tenemos una imagen de nuestro entorno en el que una cosa nunca ocupó el lugar de la otra, pero lo cierto es que, sí, que en mayor o menor medida lo hizo. Los estantes del supermercado no mienten.


El momento en el que abrieron el primer local de kebabs de tu barrio, cuándo probaste el primer bao, a qué edad aprendiste a comer con palillos; cuándo dejamos, por norma general, de ir a la panadería y pasamos a comprar el pan en el supermercado. ¿Son iguales las tapas que se sirven hoy en tu barrio a las de hace 25 años? ¿Qué tipo de restaurantes había en tu calle hace dos décadas y cuáles hay ahora? Porque muy probablemente no se parecen en nada. ¿Qué salsa llevan en tu pueblo las patatas bravas: blanca, roja, ambas o alguna otra opción? ¿Y desde cuándo?


Pero es más que eso, es toda una serie de recetas que has cocinado cien veces, que has probado en fiestas o en quedadas con amigos otras tantas, de las patatas chips con salsa picante al paté de mejillones hecho con queso de untar y una conserva. O la tostada de aguacate. Recetas que hace medio siglo no existían.


Con los restaurantes ocurre otro tanto. Muchos de los que educaron a varias generaciones de comensales, de los que nos formaron como clientes, ya no existen. Y de muchos de ellos ya nadie se acuerda. A veces, si hay suerte, recordamos un nombre, un local, quizás a una persona. Pero no sabemos cuándo abrieron, quién los puso en marcha, por qué cocinaba lo que cocinaba. Desconocemos, porque la hemos olvidado, nuestra historia como clientes de restaurante. Y con ella estamos olvidando, también, el origen de nuestros gustos.


Quienes estudiamos historia a finales del siglo pasado venimos marcados por una forma de abordar la realidad que hunde sus raíces en cierto modo en el materialismo y el historicismo y que nos explicó que la gran historia está formada por miles de pequeñas historias, compuestas a su vez de otras más pequeñas, más locales y más anónimas sin las cuáles no puede entenderse el conjunto.


La historia de nuestra gastronomía es, sin ninguna duda, la historia de las aportaciones de Escoffier, de Adrià, de Redzepi, de Guerard o de Point; es los libros de Pla, de Cunqueiro, de Vázquez Montalbán, de Bardají, de Pardo Bazán, de Ángel Muro y del Dr.Thebussem. Pero es, también, la de las casas de comidas, la del restaurante chino del barrio, la de la carta de los gastrobares de la esquina y la de cómo los platos han ido cambiando como efecto de las redes sociales, que es algo que también está ocurriendo y que deberíamos documentar antes de que empecemos a pensar que todos los arroces fueron siempre de capa fina, todas las hamburguesas eran smashed y que a todos los pescados se les aplicaba un punto de cocción bajo. Si olvidamos esta media gastronomía, que no es alta ni baja sino, simplemente, cotidiana, estaremos olvidando también parte de la historia que explica por qué comemos como comemos. O lo que es lo mismo: por qué somos como somos.


FUENTE Jorge Guitián / La Vanguardia

bottom of page