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  • hace 7 días
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GastroTRIVIAL 18/04/2025


La literatura gastronómica y sus orígenes. ¿Desde cuándo escribimos sobre cocina? Los libros de gastronomía es lo que un buen crítico debe devorar, para luego escribir. El hombre del siglo XXI vive en una gran paradoja: ya no cocina, pero habla de cocina. Y no solo hablamos de lo que tenemos, sino también de lo que deseamos. Si te sale esta ficha en el juego del GastroTRIVIAL deberías, como mínimo, citar tres libros de gastronomía que has leído, como estos que están ahora de actualidad.


Portada de La Cocina Española Antigua. Libro escrito por Emilia Pardo Bazán. Portada extraída.


Como decíamos al principio, el hombre del siglo XXI vive en una gran paradoja: ya no cocina, pero habla de cocina. Está inmerso en un mundo donde la comunicación gastronómica le rodea, le avasalla, le alecciona, le dirige, le provoca y le estimula. Nada nuevo bajo el sol. El hombre de las cavernas también dormía entre pinturas de bisontes y soñaba con un chuletón muy hecho. Esa es la función de la literatura gastronómica: mover al individuo hacia el ámbito del placer mientras le recuerda su condición de ser social, finito y hambriento.


Así empezaron los sumerios y otros pueblos de la antigua civilización mesopotámica, apuntando en unas tablillas de arcilla y en escritura cuneiforme la cantidad de camellos, cabras, dátiles, pistachos y trigo que llegaba a los silos y las arcas del gobierno. Tarea de burócratas, más que nada, aunque a nosotros nos guste interpretar, 4.000 años después, la vida de aquella Babilonia lujuriosa que se zampaba algo parecido a una baklava. Al poeta griego Arquestrato (siglo IV a. C.) le gustó tanto la idea que escribió un larguísimo poema lleno de guasa y hexámetros sobre qué comer y dónde, y lo llamó Hedypàtheia, traducido como Gastronomía. No fue un éxito de ventas, pero tanto las tablillas sumerias como el poema griego nos ayudan a comprender el pasado con una perspectiva más humana y apetecible que la descripción de la sangrienta batalla de las Termópilas.


En la Roma clásica ya habían aprendido de sus antecesores lo suficiente como para saber que en la vida hay que tener un Imperio donde abastecerse, un agrónomo hispano —Columela— que conozca la tierra y sus frutos, un buen cocinero griego, un gran anfitrión —Lúculo— y un gastrónomo que lo escriba todo. A saber, Marco Caio Apicius, quien legó a la posteridad las recetas de los conviviums en su De Re Coquinaria. La parte menos loable de tanto festín, y por extensión del mundo romano, la contó Petronio en El Satiricón, con el banquete de Trimalción y la versionó Fellini.


En la Edad Media y en el Renacimiento escribían de comida los que la tenían: un almohade que vivió en el Al-Ándalus del siglo XII y que sabía lo suyo de especias y delicias hispano-magrebís, un cristiano del siglo XIV que escribió en catalán el Llibre de Sent Soví, los monjes letrados y cocinillas, los cocineros de los reyes (Monsieur Taillevent, guisandero de Carlos VI, el Mestre Rupert de Nola, cocinero de Fernando de Nápoles) o de los papas (Bartolomeo Scappi) y algún despistado como Francisco Delgado, que dejó anotado en La Lozana Andaluza (siglo XVI) un montón de platos deliciosamente conversos. En este mismo siglo se escribe, cómo no, la Historia General de las Indias (1556) de Francisco Gómez de Gómara, donde se describen por primera vez las maravillas de la futura fusión alimentaria entre Europa, América y África.


En el siglo XVII español se escribe de comida, pero de formas opuestas. La novela picaresca es la mejor descripción del hambre en la España imperial de Carlos V y Felipe II, género coincidente en el tiempo con las recetas del Arte de Cozina (1611) de Francisco Montiño, cocinero real de Felipe II, III y IV. La cocina opulenta de palacio la contó muy bien Carmen Simón Palmer en el libro La Cocina de Palacio, pero la de las calles, Francisco de Quevedo en El Buscón (1603) y, ya en el siglo XX, Lorenzo Silva en La Cocina del Barroco.


Para conocer lo que se comía en la España del XVIII y principios del XIX, además de recurrir al recetario del fraile aragonés Juan de Altamiras (¡por fin, después de dos siglos, se le echa tomate a los platos!), es muy interesante la literatura de viajes, aunque la cocina española no salga muy bien parada, como ocurre con el puchero de garbanzos (“guisantes del tamaño de una bala”) en el periplo de Dumas De París a Cádiz.


Y es que el inicio del XIX fue esplendorosamente gastronómico. Y francés. A un juez llamado Brillat-Savarin se le ocurrió, incluso, reflexionar, analizar y meditar sobre el gusto, y le salió un protoensayo gastronómico o Fisiología del Gusto con tanto aforismo que aún es lectura obligatoria en todas las escuelas de hostelería. Los franceses exportaron el concepto gourmand junto con las guerras napoleónicas. Los españoles respondieron con una Constitución Liberal, un aliado inglés que dio nombre a un solomillo (el duque Wellington) y una perdiz al modo de Alcántara que está en la Guide Culinaire de Escoffier, pero que en realidad es más extremeña que las criadillas de tierra.


En el XIX, el de las dos Españas culinarias, la de los conservadores y liberales gobernando por turnos, se escribió mucho y bien sobre la cocina y sus aledaños: nación, historia, cultura, tradición, identidad y territorio. Fueron precursores de temas que siguen vigentes. Puestos a destacar (ya que hay que resumir) hay que nombrar a la condesa de Pardo Bazán, que lo mismo guisaba un pote, que escribía Los Pazos de Ulloa o La Cocina Española Antigua, mientras defendía sus derechos de género.


Pero no sirvió de nada, porque poco después la gente tuvo que cocinar con inmundicias. Cocina de recursos, del catalán Ignasi Domènech, y Cocinar a un lobo, de M.F.K. Fisher, son dos maravillas de la literatura gastronómica con las contiendas y la hambruna como telón de fondo.


Y luego, llegaron ellos… El Manual de Cocina, de Ana María Herrera, o el cocido como metáfora de la indisoluble unión de la familia española (Manuel Vázquez Montalbán, dixit), las Carmencitas, la marquesa de Parabere, Simone Ortega y sus 1080 Recetas, los escritores de la Transición, los cocineros de la Nueva Cocina Vasca, los críticos, los gastrónomos de oficio y beneficio, los McDonald’s, el chef mediático, el gurú de lo gastro y hasta un premio de literatura gastronómica apellidado como el recetario medieval: el Premio Sent Soví.


A día de hoy —dicen algunos lastimosamente— “ya no se escribe igual”. Porque no se vive igual. Pero se comunica, se predica, se difunde, se redescubre el pasado, se intuye el futuro… Porque la vida sigue y habrá que comérsela para contarla y para escribir los sabrosos comentarios que suelen hacer los escritores y periodistas que se dedican a la crítica gastronómica.

  • 11 abr
  • 2 Min. de lectura

GastroTRIVIAL 11-04-2025


Chufle macús, planta. Un alimento vegetal, exótico y salvaje. La planta Calathea macrosepala K. Schum. Flor comestible que se usa en gran cantidad de platos, es un término gastronómico para definir esta flor comestible. Es una inflorescencia de color verde que crece en una hierba silvestre.


Es una planta de la familia de las marantáceas, ya que existe una parecida al norte de América del Sur denominada (Calathea allouia). En cambio, esta es nativa de Centroamérica, específicamente de las regiones de El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Panamá y México. Se da a alturas de 0 a 1,100 metros sobre el nivel del mar. Su flor es comestible y sirve para varios platillos de diferentes países.


Es alimento perfecto en las áreas rurales y urbanas de #Nuestro Guacalito de amor Cahabón, Alta Verapaz. Siendo un plato favorito de suculento sustento diario, se prepara en frijolitos, en caldo, en crema, fritos, guisado, en pepita, etcétera.


Características

Tiene un sabor a hierbas frescas, aroma ligero, color llamativo. Se puede usar para decorar platos.


Preparación:

Se pueden incluir enteros a la preparación

Se pueden cortar para hacer envueltos o con huevo revuelto

Se pueden preparar en sopas, con arroz o frijol blanco, entre otros

Se pueden preparar con un sofrito de tomate


Conservación

Se recomienda refrigerar y comer frescos para que luzcan un mejor color y sabor


Selección

Se recomienda seleccionar los chufles cuando están cerrados, firmes y sin manchas

La parte blanda es la comestible


Usos


En Guatemala son inflorescencias que se encuentran en los mercados y disfrutan de popularidad en la época lluviosa del año. Son alimento perfecto en las áreas rurales y urbanas.

  • 4 abr
  • 2 Min. de lectura

GastroTRIVIA 04-04-2025


El cocinero y CHEF Michel Guérard fue uno de los precursores de la ‘Nouvelle cuisine’, con restaurante propio desde 1965 y se convirtió en un referente culinario internacional.


El chef francés Michel Guérard, que tenía tres estrellas Michelin desde 1977, falleció a los 91 años en la población de Les Bains, la localidad de Las Landas, donde se encuentra su establecimiento hostelero.


Fue un hombre particularmente humano e interesante que tuvo un papel muy importante para la proyección exterior de su pueblo gracias a la cocina.


Nada presagiaba que este hombre procedente del norte de Francia terminara como un gran chef instalado en Las Landas, sobre todo hasta que encontró a la que se convirtió en su mujer, la hija de Adrien Barthélemy, fundador de una cadena hotelera que compró el complejo de Eugénie.Hijo de un carnicero y ganadero, Michel Guérard se formó como panadero y pastelero antes de entrar a trabajar en el prestigioso hotel Crillon de París, inicialmente como jefe de repostería. Su primer negocio propio, Le Pot-au-Feu, en 1965, se convirtió rápidamente en una referencia y él apareció como uno de los fundadores del concepto de la Nouvelle Cuisine.


La primera estrella Michelin la consiguió en 1967 y la segunda, cuatro años más tarde. En 1974 se instaló en Eugénie-les-Bains con su esposa, Christine, y procedió a la renovación tanto culinaria como arquitectónica del complejo que había comprado su suegro. En 1977 obtuvo la tercera estrella Michelin.


La herencia de los platos de Guérard se distingue a la legua y se renueva cada año, ajustándose en su puesta en escena y sus puntos de cocción gracias a un experimentado equipo de cocina. Con su característica chaquetilla entreabierta y ese nombre bordado en caligrafía inglesa, sigue emocionando la sutil acidez de su terrina de foie gras de oca, servida con finas gelatinas, o el fragante caldo corto de cangrejos y erizos de mar guarnecido con hierbas y una 'isla flotante' salada, salpicada de trufas.


No pasará jamás de moda su ravioli de setas con espárragos verdes, la ostra con crema Chiboust de café verde o el tornasolado bogavante asado, que ahúman en la misma chimenea en la que yo mismo quemaba cañones de plumas de pollos, pulardas y patos.


El pichón asado con su piel lacada, foie gras y achicoria con bergamota, la pintada rellena de queso fresco y hierbas, el Pithivier de pato à la Royale, el carro de quesos o todos los postres, tan sólidos como adictivos y atiborrados de frutas rojas, cremas, hierbaluisa y ramas de vainilla en el interior de hojaldres, galletas y ligerísimos soufflés.

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