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SoloVINO 08/04/2025


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A la hora de planificar una comida, nos preguntamos a menudo en qué orden se deben servir los vinos. ¿Cuál es el momento adecuado para beber un vino determinado? Hay algunas pautas básicas, pero lo importante es asegurarse de que el matrimonio tenga sentido y disfrutarlo.



REGLAS BÁSICAS PARA EL ORDEN DE SERVICIO DE VINOS


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Empezar con burbujas como un refrescante y delicado Brut es una buena idea para refrescar el paladar y abrir el apetito; luego, los vinos blancos, seguidos por los rosados, luego vinos tintos y, finalmente, los vinos dulces.




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No servir un vino estructurado o potente antes de un vino más ligero, ya que los taninos del primero opacarán el paladar del más suave y neutralizarán los aromas más frutales del segundo.


Al igual que ocurre con el orden de la comida, los vinos dulces se deben servir al final. Ve aumentando gradualmente el nivel y reserva los vinos más complejos después de los más ligeros.


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Sin duda, es difícil volver a la fruta fresca y la acidez vibrante de un vino joven después de probar los sabores de un vino añejo. Por ello, sirve primero los vinos jóvenes y afrutados, antes que los vinos maduros.



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Y, por último, no olvides que si los vinos van acompañados de un maridaje, los platos también deben seguir el mismo criterio de secuencia. Pero lo más importante de todo es pensar en tu disfrute: guíate por estos consejos sin dejar de dar rienda suelta a tus gustos e imaginación, y no tengas miedo de experimentar y sorprenderte.


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Y no olvides: los vinos de gran reserva deben descorcharse con 30’ o 45’ de antelación, o bien en decantador o con filtro que oree el vino.


Por Raquel Morales / LPgm

 
 
 
  • 1 abr
  • 4 Min. de lectura

SoloVino 01/04/2025


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El CEO de la cristalería familiar más antigua del mundo defiende la importancia de las copas en el consumo de la bebida. Es lo que traemos hoy a esta sección de la mano de GOURMET EL PAÍS.


Para que el cristal reclame su lugar en el mundo moderno no hay nada más eficaz que un instagrammer. Así lo ha demostrado Maximilian Riedel (Viena, 47 años), el CEO de la cristalería que lleva el nombre de su familia desde hace 11 generaciones y que se ha convertido en uno de los fabricantes de copas más prestigiosos del mercado. Tal como lo hizo Hermes, el mensajero que le salvó la vida a Dioniso, el dios del éxtasis y el vino, Riedel se ha convertido en emisario de una tradición que desde hace 2.000 años defiende que el vidrio se hace con las manos y no en campos de cultivo industrial.


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Riedel ha demostrado que tiene con qué dar la batalla. Más de 570.000 seguidores lo acompañan cada semana en aventuras que van desde catar un vino mientras practica surf hasta retar a Cristiano Ronaldo a levantar ―con precisa habilidad futbolística― una copa desde su pie hasta su mano. En sus redes sociales, las copas se usan para catar trufas o descorchar botellas con un elegante sabrage. Sin embargo, la misión sagrada del cristal que crea Riedel es inconfundible: servir de cáliz para beber los mejores vinos del mundo.


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“Tuve la suerte de encontrar en Instagram cómo comunicar mejor mi negocio y mi pasión”, confiesa Riedel desde Kufstein (Austria). Fue en esta ciudad donde su abuelo —“el hombre que cambió el mundo del vino”— inventó en 1958 la primera copa egg-shaped. Con ella, modernizó la forma en la que se bebe la milenaria bebida. Hasta entonces —recuerda— los comensales bebían de tazas y de vasos. Riedel se ve emocionado, con una sonrisa pícara y, por lo demás, didáctica. Prosigue contando que el mismo espíritu transformador lo tuvo su padre, quien advirtió las diferencias de beber una misma variedad de uva en diferentes copas. Esta fue la meta de un proceso de aprendizaje en el que contó con el ejemplo de grandes nombres del vino, como Angelo Gaja, Robert Mondavi y Robert Parker.


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—Mi padre tenía pasión por el vino tinto. Así que tomó un pinot noir, lo sirvió en diferentes copas y, al probarlo, se dio cuenta de que sabía diferente. De que sabía mejor.


La diversidad de copas es el rasgo distintivo de la empresa que dirige: la compañía fabrica un cristal específico para cada variedad de uva —como el malbec o el merlot— o para cada denominación de origen —como Bordeaux, Ribera del Duero o Rioja—. Solo en su página web, Riedel ofrece copas para 56 cepas diferentes. Y ante la pregunta de si realmente una copa diseñada para cada variedad hace la diferencia al momento de beberla, Riedel responde con seguridad que sí, que las personas tienen que probarlo para ver la diferencia.


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Este es el evangelio de este Hermes moderno: “La única manera de que la gente lo experimente es teniendo el mismo vino en diferentes copas”. El fruto de la vid debe beberse con la dignidad que le corresponde, y Riedel lo predica cuando asegura que prefiere beber una cerveza directamente de la botella antes que “beber vino malo de un vaso de plástico”. Aunque reconoce ―entre risas― que “todos hemos tenido errores en nuestra vida”.



—Respeto el vino porque está muy relacionado con mi cultura, con mi filosofía del vidrio. No podría beber vino en ‘esto’ [levanta una especie de florero que decora su oficina], porque nunca sabría de la forma que debería saber.



La confianza de Riedel se funda en una vida dedicada a la vinicultura. Ha crecido junto con la empresa familiar. A los 12 años entró por primera vez en la fábrica, después de que su padre le dio a elegir entre mejorar sus calificaciones en la escuela o ir a trabajar en Riedel. Asistió al taller durante una semana, empezando su jornada a las 5 de la mañana junto con los demás trabajadores.


Después de siete días en tan agotadora tarea, reconsideró su apuesta y optó por convertirse “en el mejor estudiante” en la escuela. Entre los 14 y los 16 años fue el responsable del servicio de vinos en su casa, y fue entonces cuando probó su primer vino: un Moscato d’Asti, un vino dulce de baja graduación alcohólica que “era muy popular en los setenta”.


—Cada copa cambia el vino tremendamente. Puedes hablar todo lo que quieras. Nadie te creerá hasta que lo pruebe y sea el vino el que le hable a sus sentidos. Ese es nuestro secreto.


Es por esto que Riedel dedica horas a sus seguidores en Instagram. Quiere que compartan con él su pasión por el vino y el cristal. El CEO de una empresa que vende sus productos en más de 100 países se toma el tiempo de leer y responder personalmente a cada uno de los comentarios que las personas dejan en sus videos. Para Riedel, la comunicación con sus clientes es fundamental, y se siente “agradecido de poder hablar con ellos sin fronteras”: “Necesito la retroalimentación de la gente”, afirma.

Este es el mismo criterio que parece regir su consumo del vino, siempre mejor “cuando lo compartes con una persona que respetas, con una persona que amas”. De hecho, es esta la razón por la cual casi no abre los “viejos tesoros” españoles que guarda en su bodega, donde algunas botellas esperan desde 1950 su turno para ser abiertas: “Me hacen falta amigos que hablen español para apreciar con ellos los vinos de España”, resalta.


Para Riedel, los vinos españoles son “hermosos”. Los describe como “estructurados”, tanto que no son “accesibles” cuando están jóvenes. Riedel es, como reza su biografía de Instagram, un enamorado de los vinos añejos. Ha tenido el privilegio de beber vinos de más de 100 años en uno de los Premier Grand Cru de Burdeos: Château Latour. Es uno de los mejores recuerdos que guarda, de los que le demostraron que “el vino puede ser inmortal”.


Maximilian Riedel parece dar así vida a una de las máximas de Nélida Piñón. La escritora brasileña solía decir que “no se puede ser moderno sin ser arcaico”. Esta es la combinación ganadora de este Hermes moderno: como un victorioso instagrammer, ha sabido defender el vino con las antiquísimas técnicas que 2.000 años le han legado.


FUENTE: GASTRO EL PAÍS, Luis Carlos Pinzón

(Las copas Riedel se pueden encontrar en Bolivia en LA ACADEMIA DEL VINO)

 
 
 

OPINIÓN 18/03/2025


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Por María Nicolau Chef





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El universo vinícola es infinito, rico y variado, y perfectamente capaz de surtir el mercado de botellas con una relación calidad precio tremendamente atractiva para contentar tanto a quien busca un par de tragos fáciles, agradables y asequibles para acompañar una comida coloquial, como para quien desea maridar una cena extraordinaria de las que sólo se dan una vez en la vida con un vino de leyenda.


Hay vinos en las gamas más bajas de precio, fruto del talento y el esfuerzo de bodegas excepcionales, que le devuelven a una las ganas de vivir y la fe en el ser humano, como hay tragos carísimos que te dejan con cara de susto y saludando al aire al rebufo de la arrancada de un autobús, con el paladar pintado de esmalte de uñas, pensando “debo ser yo, que soy tonta y no le pillo el qué”.


Un buen sumiller es como un librero experto con un farolillo que, a la vista de un lector con hambre, sabe acompañarlo a través de pasadizos repletos de títulos hasta dar con aquel que guarda lo que el cliente busca, sea el superventas de moda, una aventura detectivesca, un drama victoriano, un ensayo sobre mística medieval o una antología de cuentos. A veces, el lector expresa preferencia por un género en concreto. Otras veces, por un autor o un estilo. A menudo, el presupuesto manda, y según el dinero disponible, el vendedor se parará en la vitrina de las primeras ediciones firmadas y los incunables, o lo hará en la sección de los libros de bolsillo. No sabrás si el libro te gusta hasta después de haberlo leído, como no sabrás si has acertado con la botella hasta después de haberla descorchado.


La analogía del vino y los libros debería funcionar cambiando los libros por la pintura, la ropa, el calzado o la música, pero no he visto nunca a nadie entrar en una tienda de ropa, una librería o una tienda de discos y pedir el segundo vestido, el segundo libro o el segundo disco más baratos del local para no quedar como un cateto ni como un tacaño. Pedir el segundo vino más barato de la carta por temor a pasar vergüenza, en cambio, parece ser una práctica habitual.


La cuestión del estatus y del rango social toman una importancia crítica en el acto de elegir un vino más que en cualquier otra circunstancia. Quizás porque hoy ya no vamos a la iglesia, ni sacamos las sillas al fresco al atardecer. Compramos los discos y los libros en Amazon. La ropa, en Shein, y el restaurante es uno de los pocos terceros lugares palpables y físicos que quedan para los que no vamos al gimnasio.


Los “terceros lugares” son aquellos en los que, allende el hogar (“primer lugar”) y el lugar de trabajo (“segundo lugar”), las personas nos encontramos y conectamos con los demás. Son espacios distintos al espacio público porque en ellos no simplemente transitamos, sino que nos paramos y nos relacionamos con cierta cercanía. En ellos, la civilización sedimenta y afloran las normas, los códigos sociales, y nuestra amiga la vergüenza.


Nuestros ancestros homínidos evolucionaron en entornos hostiles con escasez de todo menos de enfermedades y agresiones brutales, tanto de depredadores como de congéneres. No solo era imposible sobrevivir sin ayuda, sino que, si uno demostraba no ser capaz de mantenerse despierto y en guardia toda la noche o si cometía errores al recolectar o cazar, podía ser eliminado violentamente por sus colegas: sin el eslabón débil, la cadena es más fuerte. Esto de “aporta o aparta” no es nada nuevo. La vergüenza como herramienta adaptativa pone en marcha mecanismos de camuflaje con el objetivo de minimizar la difusión de mala prensa sobre uno mismo. Ante una carta de vinos, el bebedor inexperto, que son todos menos cuatro, trata de no parecer ignorante ni pobre delante de la policía cavernícola.


Mientras escribía esta columna me acorde que tenía que celebrar algo muy especial, Aposté por un restaurante nuevo, que en la web se veía bonito y confortable, cuya carta era una mezcla escueta y resultona de ideas sencillas. Pedí la carta de vinos y elegí una botella de veintidós euros con cincuenta. El sumiller se marchó. Reapareció con dos botellas, que apoyó encima de la mesa al grito de “¡Maria Nicolau no puede beber un vino de 22,50! Esta otra cuesta 43. ¿Estás segura de que te viene de ahí?”, y le solté a los perros.


El sector del vino lucha con uñas y dientes contra la tendencia de los españoles a beber cada día menos vino, y tiene a un enemigo terrible en sus propias filas: el camarero con taparrabos mental que no ha sabido deshacerse de la costra del elitismo y sigue menospreciando a una gran masa de clientes para los que la parte más barata de la carta podría ser la puerta de entrada al País de las Maravillas sin tener que apostar fuerte a ciegas.


Nunca te avergüences de pedir el vino más barato. Si está ahí es porque alguien ha decidido que esté, y el restaurante tiene que dar la cara por él y defenderlo como defendería un Vega Sicilia del 62. Si no es así, esa botella tiene que desaparecer de la oferta, y la vergüenza debe caer del bando que ofrece paja de relleno y pretende que el cliente pague por ella.

 
 
 

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