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  • 16 ago 2024
  • 2 Min. de lectura

GastroTRIVIAL 16/08/24

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Una quenelle es una técnica de la cocina francesa que consiste en dar forma ovalada a recetas cremosas, consiguiendo un aspecto similar al de una croqueta.


La quenelle, que se pronuncia kuh-NEHL, es tradicionalmente una delicada bola de masa hecha de carne molida sazonada o verduras, escalfadas suavemente en caldo. Esta forma ovalada se ha vuelto muy popular para otros artículos, como mantequilla, patatas o postres. Es uno de los términos que escuchamos mucho en la gastronomía actual.


Esta forma de balón que se le da comúnmente al helado tiene sus orígenes en Francia, siendo una preparación salada a base de harina, agua y una materia grasa, además de proteína.


La técnica de hacer la forma de la quenelle se suele realizar con la ayuda de dos cucharas, o si tienes mucha habilidad, solo se necesita la ayuda de una.


HISTORIA


Las quenelles ya eran frecuentes en los menús de los reyes franceses de los siglos XVII y XVIII, pero poco tenían que ver con las actuales quenelles de Lyon. Los recetarios del siglo XIX las describen como unas croquetas cocidas que no se hacían todavía con una panade, sino con otros tipos de masa o con miga de pan, con patata o con pasta choux. Se hacían también tradicionalmente en el Franco-Condado y en Alsacia. Alrededor de 1830, aparecen las quenelles de lucio de Lyon, un pez muy abundante en los ríos de esa parte de Francia. Durante la Segunda Guerra Mundial, la penuria de alimentos hizo que se inventaran las quenelles al natural (quenelles nature), hechas solo con masa sin adición de carne o pescado. En el siglo XX también aparecieron las quenelles dulces, generalmente envueltas en chocolate.


Desde principios del siglo XXI, se ha popularizado el nombre quenelle, que tiende a utilizarse en muchos países para cualquier preparado que tenga la típica forma ovalada dada por las dos cucharas.


En países anglosajones, quenelle se refiere a menudo únicamente a un modo de presentación de purés, helados o preparados pastosos, moldeándolos en porciones individuales entre dos cucharas.

 
 
 
  • 15 ago 2024
  • 1 Min. de lectura

GastroVIP 15/08/24

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La “Noche de los Grandes Chefs” con Miguel Márquez fue una velada redonda, memorable, y exquisita. Según los presentes, el evento superó todas las expectativas, tanto por el lugar, el ambiente, como por las historias de la carrera profesional de Miguel, que envolvieron la noche en un clímax mágico, todo alternado con la tertulia, el extraordinario ágape y los excelentes vinos que se descorcharon en esta sorprendente velada.


El reconocimiento de SCZgm y de las Academias de la Gastronomía y del Vino de Bolivia al chef peruano afincado en Santa Cruz estuvo a un nivel muy alto, tanto en emotividad como en la calidad de los platos que salieron de los fogones de Márquez, acompañados por los vinos ícono de la Bodega Kohlberg de Tarija.


Comenzamos con un langostino al 100% y un ceviche de la huerta con crocante de arroz, acompañados por los vinos de Kohlberg “Stelar” y “Flamant” rosé. Los platos principales, con una minuciosa preparación, incluyeron un pork belly servido con cappellettis de camote en salsa de hierbas, maridado con el Tannat “Raíz”. A esto le siguió un bombón escalivado, relleno de carne guisada en chicha de jora con mil hojas de papa, que se maridó con el soberbio “Bicentenario”. Para endulzar la noche, tocino del cielo con birrete de merengue Mont Blanc.


El broche de oro lo puso la estampación del “Víctor” del Chef en las paredes de la Academia, un justo y merecido reconocimiento a su trabajo y profesionalidad. En septiembre se viene la siguiente “Noche de los Grandes Chefs”, que reconocerá a Inés España.







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  • 14 ago 2024
  • 5 Min. de lectura

OPINIÓN 14/08/2024

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Por Jorge Guitián

Fundador Laboratorio de Ideas Gastronómicas




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Una conocida cocinera afirmaba que las comunidades de su país deberían estar agradecidas por el hecho de que los cocineros estén mostrando su riqueza gastronómica en el exterior.


Lo comenté en Twitter, dejando ver que tal vez tendría algo que objetar a esa afirmación. Y lo único que conseguí fue el silencio, uno de esos poquísimos tuits en los que no se consigue ni una interacción. Nada. Cero, cosa que solamente logro cuando trato de cuestionar alguna afirmación de alguien de reconocido prestigio en el sector.


Pero, en fin, este texto no pretende hablar de mi vida en redes sociales, como tampoco trata de esta cocinera en particular, sino sobre la necesidad de asumir la gastronomía como un patrimonio cultural y, desde esa perspectiva, aprender a gestionarlo de una manera eficiente.


Entiendo la posición de esta persona, que conste: ha recogido y catalogado una serie de técnicas y conocimientos y está desarrollando un trabajo a partir de ellos. Estupendo. Con eso, además, está dándole una mayor visibilidad. Fantástico. Puede, incluso, que genere algún trabajo y cierto movimiento económico en los grupos en los que esos conocimientos se desarrollaron. Magnífico. Al mismo tiempo, sin embargo, está descontextualizándolos en cierta medida, mercantilizándolos y poniéndolos a disposición exclusiva del porcentaje ínfimo de la población que pueda pagarlo.


Y aquí está el riesgo. ¿Qué visibilidad se da al patrimonio cuando se elitiza, cuando se convierte en un bien de consumo desvinculado de las comunidades que le dieron origen? ¿Qué beneficios —más allá de los económicos para quien los utiliza, que son evidentes— genera este patrimonio cuando sus usuarios son fundamentalmente turistas y minorías adineradas y cuando esto excluye a las sociedades o a los grupos que les dieron forma y que son sus legítimos depositarios?


La complejidad de las sociedades en las que conviven diferentes grupos culturales lleva a que el conjunto de las mismas, el país entero, pueda sentirse partícipe de bienes culturales —platos o técnicas, en este caso— que pertenecen en esencia a uno de esos grupos. Esto es así, en parte, ya que el país en su conjunto debería ser garante de su preservación, pero exige que se trabaje desde una especial sensibilidad para no desvirtuar, para no despojar y para no apropiarse. Más aún cuando en este proceso entran en juego grupos particularmente vulnerables o en riesgo de exclusión y, al mismo tiempo, por el otro lado, intereses económicos nada desdeñables.


Las culturas son ecosistemas complejos y extremadamente delicados. Son medios particularmente sensibles cuando se ven enfrentados a situaciones de desigualdad. El patrimonio cultural puede ser un bien de la humanidad en su conjunto y también del país o de la región en el que aparece, pero lo es, sobre todo, del grupo en el que surge.


Esa relación entre el bien y el grupo es esencial para que el primero no pierda parte de sus valores y el segundo parte de su patrimonio. Que la Torre Eiffel al trasladarse pieza a pieza a Las Vegas perdería buena parte de su significado es algo que más o menos todos entendemos. Lo mismo ocurre con una elaboración culinaria desarrollada por una comunidad indígena apenas contactada en el Amazonas peruano si se traslada a la mesa de un restaurante en un barrio céntrico de Lima y se sirve dentro de un menú cuyo precio equivale al salario medio en el país.


El patrimonio sólo tiene sentido pleno en su contexto y, en principio, deben ser las sociedades o grupos en las que se origina quienes lo gestionen y quienes se beneficien en primera instancia de él. Cualquier proyecto que no parta de este supuesto, que se implemente desde fuera y dejando a esos grupos en un papel secundario, cuando no al margen, corre el riesgo de convertirse en un ejercicio de apropiación cultural y, lo que es aún más grave, en un riesgo para la permanencia del bien en cuestión.


Incluso cuando se actúa desde la mejor de las intenciones —cosa que no dudo que ocurra en el caso que da origen a este texto y en tantos otros— se corre el riesgo cierto de distorsionar, de introducir cambios de consecuencias imprevisibles. Del mismo modo que ocurre con los grupos humanos no contactados, a los que, aún actuando de buena fe, se puede causar un daño irreparable simplemente con acercarse, tratar de llevarles medicamentos, comida o alfabetización, el patrimonio cultural, y en este caso la gastronomía, es esencialmente una suma de equilibrios delicados que podemos quebrar si nos acercamos sin ser conscientes de lo que estamos haciendo.


Cualquier estrategia alrededor del patrimonio cultural, en este caso gastronómico, de grupos vulnerables debe tener a estos grupos en su centro si no quiere caer en el colonialismo cultural que no por bienintencionado deja de serlo en cierta medida.


El desequilibrio social es algo que debemos tener muy presente cuando se desarrollan herramientas de gestión. Es necesario trabajar desde el sentido común, desde las estrategias especializadas para evitar daños irreparables, trivializaciones, apropiaciones o lo que podemos llamar reasignaciones significativas, es decir, hacer que un plato, una técnica o una receta que tenía un sentido en el grupo en el que se desarrollaron acabe por perderlo para convertirse en otra cosa y viéndose así devaluado como patrimonio cultural.


El patrimonio gastronómico americano es casi infinito y está, en buena medida, pendiente de documentar, de catalogar y de proteger. El trabajo de algunos cocineros en las últimas dos décadas se ha convertido en una herramienta poderosísima en ese sentido al conseguir dar visibilidad y hacer consciente a una parte de la sociedad de la importancia de ese patrimonio. Eso es algo que ocurre en Brasil, en Perú, en Colombia, en Bolivia o en México, que está cambiando la manera de entender la cocina, no sólo en América sino en todo el mundo, y que deberíamos reconocer y agradecer.


En ocasiones, sin embargo, esta misma intención puede implicar riesgos si no se enfoca de una manera consciente, planificada y estratégica. Cualquier cocinero de alguno de estos países tiene el derecho —quizás, incluso, en cierta medida también el deber— de ayudar a visibilizar, pero en el momento en el que lo hace debe ser consciente de lo delicado del patrimonio que tiene entre manos.


Tal vez, en ese sentido, ayudaría que se cambiase el punto de vista: ¿Son los grupos en los que nacen ese patrimonio gastronómico quienes deberían estar agradecidos al cocinero que lo da a conocer al mundo o son los cocineros quienes deberían estar agradecidos a esos grupos por haber dado origen y haber preservado un patrimonio que nos enriquece a todos y, desde esa perspectiva, ayuda a mantenerlo de cara al futuro preservando su integridad?


Al final, como en tantas otras cuestiones relacionadas con la gastronomía, se trata de una cuestión de enfoque: de entender la gastronomía esencialmente como un patrimonio cultural o de asumirla, en primer término, como un bien de consumo, como un motor económico o como un generador de flujos turísticos. Por eso la batalla que hay que dar es la de la cultura, la que carga de significados a un plato, una elaboración, una técnica, una receta o un ritual desarrollado alrededor de los mismos y lo convierte en mucho más que en su valor de mercado.

 
 
 

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