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  • 21 ago 2024
  • 3 Min. de lectura

OPINIÓN 21/08/24

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Por Rafael Ansón presidente de la Academia Iberoamericana de gastronomía




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Desde hace años, Marsia Taha se ha marcado el objetivo de poner a Bolivia en el mapa gastronómico mundial. Y así lo ha hecho la chef del mejor restaurante de Bolivia, según la lista de los 50 Best, que ha situado Gustu, en La Paz, en el puesto número 23 de los “Latin America’s 50 Best Restaurants 2023”.


Marsia forma parte de una nueva generación de jóvenes cocineros que, desde hace una década, promueve el orgullo por lo propio y el valor de defender y cuidar las raíces, las tradiciones y los ingredientes bolivianos. 


Junto a ella, otros nombres ya empiezan a sonar en el escenario internacional, como el de Camila Lechín en HAPO, Sebastián Giménez, de Ancestral ; o el de Valentina Arteaga, de Phayawi .


Estos son apenas algunos ejemplos de lo que se está gestando en Bolivia, una nueva visión de la gastronomía que apuesta por la búsqueda de la excelencia, por la sostenibilidad y por el producto local, tratado con técnicas tradicionales o modernas, pero sin menoscabarlo.

 

ACADEMIA BOLIVIANA DE GASTRONOMÍA

 

En ese marco, se ha creado también la Academia Boliviana de Gastronomía. Bajo la presidencia de la empresaria Marilyn Cochamanidis, la asociación tiene el objetivo de “promover el interés general por la gastronomía desde el carácter educativo, científico, cultural e histórico”, impulsando “acciones públicas y privadas relacionadas con la gastronomía en Bolivia y en el exterior”.


De esta manera, Bolivia se suma, junto a la reciente Academia Puertorriqueña, a la lista de 17 Academias Nacionales que forman parte de la Academia Iberoamericana de Gastronomía (AIBG).

 

LA QUINUA, INGREDIENTE LOCAL

 

El país suramericano, aunque perdió su acceso al mar tras la Guerra del Pacífico de finales del siglo XIX, tiene una extensa biodiversidad, pues su área geográfica abarca selva, valles y altiplanos.


Después de Perú, Bolivia es uno de los grandes productores de patata. Pero es la quinua uno de los ingredientes locales más destacados.


Aunque existen más de 3.000 variedades de este pseudocereal, hay una en particular que es la más apreciada de los Andes y que cuenta con Denominación de Origen propia: la Quinua Real. Se trata de una especie apreciada por su tamaño, sabor y valor nutricional, que solo crece en Bolivia, en cultivos que están a más de 3.600 metros de altitud.


El valor nutricional de la quinua ha sido reconocido por la FAO, la organización de Naciones Unidas para la Alimentación, y declaró el 2013 como el “Año Internacional de la Quinua”.


En esa fecha, tuve el placer de prologar el libro “Quinua. Cinco continentes”, un recetario en el que participaron chefs de la talla de Joan Roca, Juan Mari y Elena Arzak, Andoni Luis Aduriz, Rodrigo de la Calle o Virgilio Martínez, coordinado por la chef Irina Herrera y la periodista gastronómica Alejandra Feldman.

 

PLATOS DE LA COCINA BOLIVIANA

 

Pero, más allá de la quinua, que sin duda merece la extensión de un libro, lo cierto es que la gastronomía boliviana es tan rica y variada como sus diferentes cocinas territoriales. Aunque es menos conocida que la de otros países como México o Perú, destaca por la diversidad de productos locales y de platos tradicionales, fruto del encuentro de la cultura precolombina con las influencias españolas.

 

Algunas de las recetas más representativas de la gastronomía boliviana incluyen la salteña, una empanada de carne, patatas, huevo, aceitunas y guisantes; la sopa de maní, un guiso boliviano con cacahuete, carne, patatas y especias; el pique macho, una mezcla de carne de res con patatas, tomates y ají; o el silpancho, una milanesa de carne de res con huevo frito, arroz y ensalada.


También son típicos los anticuchos de corazón de res, el fricasé boliviano o el sajta de pollo, entre otros. Y entre las bebidas, está el singani, un aguardiente con Denominación de Origen; la chicha de maíz (herencia del Imperio Inca); el mate de coca, utilizado para aliviar el mal de altura; o el desconocido café de los Yungas, cuyos cafetales están entre bosques y selvas montañosas.

 

 

 
 
 
  • 20 ago 2024
  • 2 Min. de lectura

SoloVINO 20/08/24


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Uno de los quebraderos de cabeza cuando queremos tomar vino en un restaurante o en casa, o bien regalar una botella de vino, es cómo acertar. Una botella con una linda etiqueta es el primer señuelo, pero esto no es lo que debe dirigir la elección.


El vino no es para contemplar la etiqueta o ponerlo en una estantería para admirarla, es para disfrutarlo. Por esto, hoy la sommelier de SCZgm Raquel Morales nos da unos tips y unos sabios consejos para elegir correctamente una botella de vino:

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  • En el caso de vinos blancos sin crianza y, sobre todo, rosados, busca añadas lo más jóvenes posible.



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  • No te guíes solo por la etiqueta, investiga un poco más sobre la bodega y el vino a elegir.




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  • Evita comprar las botellas que estén almacenadas cerca de alguna luz artificial muy fuerte o en áreas de calor.





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  • Si conoces el vino y sabes que el corcho es natural, evita vinos que hayan estado almacenados de manera vertical durante mucho tiempo.

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  • Si no conoces el vino, usa las redes sociales, páginas web de la bodega y aplicaciones para consultar las opiniones y valoraciones de especialistas y amantes del vino.


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  • Antes de hacer tus compras, una buena idea es acudir a tiendas especializadas o consultar con algún conocedor de vinos o sommelier.



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  • Comprueba visualmente el nivel de llenado en el cuello de la botella; este no debe estar jamás más de dos o tres centímetros abajo, ya que esto indicaría demasiado oxígeno en la botella, lo que sería perjudicial para el vino.

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  • Recuerda que el precio no es un referente garantizado de mayor o menor calidad.




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Y por último, recuerda que al probar un vino, la opinión más importante es la tuya. (El mejor vino siempre será el que te guste más a ti).




Raquel Morales T. / Chef Sommelier SCZgm

 
 
 
  • 19 ago 2024
  • 6 Min. de lectura

GastroTOUR 19/08/2024


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Dicen que, en ocasiones, el sentido de la vista estimula nuestro apetito. Quizás esto responda a la cuestión sobre por qué se añade color a la comida. Existen alimentos como las frutas y las verduras que ya poseen una buena carga de color y eso no las convierte necesariamente en el plato más deseado del menú. Pero lo cierto es que, en otros productos, el detalle colorístico puede marcar la diferencia entre consumirlos o evitarlos.

 

Pensemos, por ejemplo, en un yogur de sabor fresa que es de color blanco. Ése sería su color natural si no añadiésemos colorantes pero, por más que seamos conscientes de ese hecho, nosotros como consumidores esperamos que ese yogur tenga un tono rosado. Y esa falta de concordancia entre lo percibido y lo esperado puede provocar rechazo.

 

El ejemplo extremo de ese caso lo recogió Oliver Sacks en su libro Un antropólogo en Marte. El protagonista de una de sus historias, el señor I., es un artista que sufre de acromatopsia cerebral como consecuencia de un accidente de tráfico. Eso significa que ha dejado no sólo de percibir los colores sino también de reconocerlos. En su cerebro todo se ha vuelto blanco y negro, y por más que intenta tirar de memoria no consigue evocar de nuevo toda la paleta de colores de la naturaleza.

 

Eso afecta a su trabajo, pero también a su vida cotidiana: la comida de repente ya no resulta tan apetecible. Los tomates se han vuelto negros, las verduras han adoptado tonalidades grisáceas... Al cabo del tiempo opta por adaptar su dieta a su nueva escala de (no) color, porque le resulta prioritario que la imagen concuerde con el alimento. Así, destierra los yogures de frutas y se pasa a los naturales, olvida las aceitunas verdes y comienza a consumir las negras.


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Existen muchos estudios que analizan esta discordancia entre lo percibido y lo esperado, experimentos en los que se han modificado los colores de bebidas de frutas para hacer que, por ejemplo, una bebida de cereza de color anaranjada fuese descrita como «de sabor de naranja», o que apenas un 20% pudiese identificar una bebida de naranja (esta vez sí) bajo una luz tenue pero sin embargo no tuviesen problemas para reconocer una bebida de uva (de color oscuro) bajo esa misma luz.

 

El color puede por tanto marcar una importante diferencia, y por eso a veces es un proceso en el que se interviene de forma directa. «Legalmente está aceptado utilizar colorantes para devolver el color original a un alimento cuando su color natural se ha visto afectado por el proceso de elaboración», explica Beatriz Robles, tecnóloga de alimentos y docente de la Universidad Isabel I. «También se reconoce como una de las funciones aumentar el atractivo visual de los alimentos y para dar color a los que de otra forma serían incoloros, como las bebidas de cola (que serían blancas) y otros refrescos que tendrían un color muy muy matizado».


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No es algo nuevo, antes de que existiesen los foodies, Instagram o incluso la fotografía en color, la comida ya nos entraba por los ojos. No en vano algunos de los colorantes que aún se emplean hoy en día se remontan nada más y nada menos que a la antigua Roma, en la que el azafrán ya era un condimento habitual.

 

Con el tiempo hemos aprendido nuevas técnicas para aumentar la paleta de colores (el azul es un color complicado de replicar, tanto en el arte como en la comida), pero también hemos aprendido a ser rigurosos en el proceso. «Los aditivos no se pueden usar de forma libre», incide Beatriz Robles, «tienen que estar incluidos en una lista positiva, lo que hace que tengan que estar autorizados para utilizarse».

 

En Europa estas autorizaciones sólo se dan por parte de la Comisión Europea (CE) una vez que la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) ha evaluado toda la evidencia científica que hay alrededor de la seguridad de ese aditivo. «Y esa autorización no es permanente», afirma Robles, «sino que se reevalúa en base a nuevas evidencias científicas que vayan apareciendo para tener esa garantía de seguridad». Como muestra, en 2022 la EFSA decidió retirar el permiso al dióxido de titanio (E171) para su uso en alimentos.


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Como ejemplo, esta semana la EFSA y la CE avisaban de la retirada de ocho aromas de humo una vez evualuada su genotoxicidad (la capacidad de estas sustancias químicas de dañar el material genético de las células). Estos aditivos se usan como alternativa al proceso de ahumado tradicional en carnes, pescados, quesos, sopas, salsas, bebidas, helados y dulces

 

El listado de colorantes permitidos hoy en día es mucho más breve que el que circulaba hace años, y eso es porque la seguridad se evalúa (y reevalúa) con rigor. Pero también entran en juego otros criterios no tan científicos, y es que al final es un mercado sensible y de igual forma que el color se emplea con fines estéticos es la misma apariencia la que puede llevar a tomar algunas decisiones más controvertidas.


COLORANTE E HIPERACTIVIDAD.


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En el año 2007 se publicó un estudio conocido como el Estudio de Southampton en el que se asociaba el uso de determinados aditivos (en su mayoría colorantes azoicos como el rojo allura, el rojo cochinilla, la tartrazina o el amarillo anaranjado entre otros) con alteraciones en el comportamiento de los niños.

 

Poco después, en 2008, la EFSA revisó la evidencia científica y vio que los resultados de este estudio eran débiles y que no había evidencias que pudieran establecer una causa-efecto.

 

Pero a pesar de ello se aprobó que los productos alimenticios que contuviesen estos aditivos portasen en sus envases la advertencia: «Puede tener efectos negativos sobre la actividad y la atención de los niños». Para la tecnóloga de alimentos Beatriz Robles, ésta es una decisión tomada por un criterio más político que científico, ya que la EFSA rechaza dicha evidencia y no existen nuevas que permitan decir lo contrario.

 

EL RETO DEL COLOR AZUL


En medio de una tendencia hacia lo natural como sinónimo de lo sano e inocuo, a veces queremos buscar en la lista de aditivos algo que nos permita diferenciar si los añadidos son de origen natural o sintético. Pero si el producto resultante es de color azul parece que no hay lugar a dudas, ¿qué fuente natural podría otorgar ese color a un alimento?

 

Más allá de las ciruelas, las uvas o la berenjena, por ejemplo, que tienen un tono morado, el azul brillante que podemos ver en alguna bebida energética o en las coberturas de chocolates o pasteles no parece surgir de ninguna fruta conocida.

 

Esa búsqueda por lo natural llevó, en 2005, a que los Smarties eliminasen su versión azulada durante tres años, el tiempo que tardó Nestlé en encontrar una manera de replicar ese color.

 

A pesar de ese esfuerzo, lo cierto es que el azul no es un color que a priori nos resulte atractivo. De hecho existen estudios que lo consideran un supresor natural del apetito, tanto si forma parte del color del alimento como de la ambientación (el plato, las luces, el entorno...).


INSECTO PIGMENTO: LA COCHINILLA.


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En este caso el problema no surgió precisamente por lo artificial del color, sino justo por lo contrario. Hace unos meses se hizo viral un vídeo en el que se descubría el origen del color carmín (E120). Este colorante, empleado tanto en la alimentación como en la cosmética, debe su pigmento al insectoDactylopius coccus costa, un parásito de los cactus. Los carmines surgen de la reacción de los extractos de estos insectos con un mental como el aluminio. Es decir, no es que se añadan insectos al alimento para colorearlo (por si quedaban dudas).

 

A pesar de eso, basta una breve búsqueda en redes sociales para comprobar que el mensaje caló y sigue expandiéndose, y eso ha llevado a que algunas marcas hayan optado, no por problemas en la seguridad sino por una pura cuestión de imagen, por retirar o sustituir este aditivo de sus productos.

 

¿SON SEGUROS?

Naturales o sintéticos, si su consumo está autorizado es seguro. Otra cuestión es si son necesarios. Si no aportan nada al sabor ni al valor nutricional de un alimento, su función entra más bien en el campo de lo estético. Pero su presencia, a veces, lo que nos indica que es que igual se trata de un producto a evitar, aunque sea por otros motivos.

 

«Si un producto lleva colorantes, si es un aditivo que se usa con fines puramente hedónicos», advierte Beatriz Robles, «o si lleva otro tipo de aditivos de este estilo, por ejemplo los potenciadores de sabor, pues probablemente estemos ante un alimento insano, pero no por los aditivos sino por la composición y el tratamiento tecnológico que se le ha dado a ese alimento. Estaremos probablemente frente a un ultraprocesado».


FUENTE: EL MUNDO

 

 

 
 
 

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