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  • 25 abr
  • 2 Min. de lectura

GastroTRIVIAL 25/04/2025


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¿Los quesos brie y camembert son el mismo queso? ¡No! El brie y el camembert son dos quesos franceses y los dos están protegidos por denominación de origen. Pero sabemos que el brie es un queso mucho más grande. Se inventó, seguramente, hacia el siglo VIII y a Carlomagno se ve que ya le gustó muchísimo y pedía que le enviaran dos piezas cada semana a su casa. Más allá de este hecho anecdótico, y no del todo contrastado, desde la quesería Llet Crua, en el barrio de Sants, os explicamos todos los detalles, las diferencias y la curiosa historia sobre por qué nacieron estos dos quesos.


No está del todo contrastado, pero se non è vero, è ben trovato. La razón es que, durante la Revolución Francesa, resulta que un monje de todos los que hacían brie tuvo que huir y fue a buscar refugio en la zona de Normandía. Llegó a un pueblo que se llamaba Camembert, donde había una chica llamada Marie Harel que lo acogió en su casa. El monje le explicó a Marie cómo hacía este queso, que es el queso que él hacía en París. Pero Marie no tenía un molde tan grande como el del brie. En cambio, tenía un molde de Livarot, que es un queso mucho más pequeño y, por eso, hicieron un brie pequeño, que es el camembert. El camembert, al ser más pequeño, tiene más hongo en cada mordisco y, por eso, es un poquito más intenso y evoluciona más rápidamente.


De esta manera, el queso brie contiene un 60% de materia grasa (porque se le añade crema de queso brie a la elaboración) y el camembert, solo un 45%. El proceso para fabricar el brie es muy similar al usado para el camembert, pero se hace en formas mucho más grandes, entre 0,5 y 3 kilos, dependiendo del fabricante. Los diámetros y pesos de los dos quesos son diferentes. El queso camembert tiene una medida de 12 cm y un peso de 250 gramos, mientras que el brie, como hemos dicho, pesa mucho más y se puede comercializar entero o a cuñas.


Con todo, tanto el brie como el camembert están protegidos por su propia denominación de origen. El camembert tiene que ser Camembert de Normandía, que es el nombre de la denominación de origen, y el brie puede ser de Brie de Melun o Brie de Meaux. Hay otros quesos que se pueden parecer, como por ejemplo un queso de cabra catalán delicioso, pero que no es un brie.O, otro ejemplo, que es un queso de pasta blanda catalana, que tampoco es un camembert. Podemos encontrar brie y camembert de muchas formas y muchos colores, pero si queréis los clásicos, podéis optar por las denominaciones de origen. Sin embargo, esto no quiere decir que sean mejores, sino que simplemente serán los clásicos.

 
 
 
  • 18 abr
  • 5 Min. de lectura

GastroTRIVIAL 18/04/2025


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La literatura gastronómica y sus orígenes. ¿Desde cuándo escribimos sobre cocina? Los libros de gastronomía es lo que un buen crítico debe devorar, para luego escribir. El hombre del siglo XXI vive en una gran paradoja: ya no cocina, pero habla de cocina. Y no solo hablamos de lo que tenemos, sino también de lo que deseamos. Si te sale esta ficha en el juego del GastroTRIVIAL deberías, como mínimo, citar tres libros de gastronomía que has leído, como estos que están ahora de actualidad.


Portada de La Cocina Española Antigua. Libro escrito por Emilia Pardo Bazán. Portada extraída.


Como decíamos al principio, el hombre del siglo XXI vive en una gran paradoja: ya no cocina, pero habla de cocina. Está inmerso en un mundo donde la comunicación gastronómica le rodea, le avasalla, le alecciona, le dirige, le provoca y le estimula. Nada nuevo bajo el sol. El hombre de las cavernas también dormía entre pinturas de bisontes y soñaba con un chuletón muy hecho. Esa es la función de la literatura gastronómica: mover al individuo hacia el ámbito del placer mientras le recuerda su condición de ser social, finito y hambriento.


Así empezaron los sumerios y otros pueblos de la antigua civilización mesopotámica, apuntando en unas tablillas de arcilla y en escritura cuneiforme la cantidad de camellos, cabras, dátiles, pistachos y trigo que llegaba a los silos y las arcas del gobierno. Tarea de burócratas, más que nada, aunque a nosotros nos guste interpretar, 4.000 años después, la vida de aquella Babilonia lujuriosa que se zampaba algo parecido a una baklava. Al poeta griego Arquestrato (siglo IV a. C.) le gustó tanto la idea que escribió un larguísimo poema lleno de guasa y hexámetros sobre qué comer y dónde, y lo llamó Hedypàtheia, traducido como Gastronomía. No fue un éxito de ventas, pero tanto las tablillas sumerias como el poema griego nos ayudan a comprender el pasado con una perspectiva más humana y apetecible que la descripción de la sangrienta batalla de las Termópilas.


En la Roma clásica ya habían aprendido de sus antecesores lo suficiente como para saber que en la vida hay que tener un Imperio donde abastecerse, un agrónomo hispano —Columela— que conozca la tierra y sus frutos, un buen cocinero griego, un gran anfitrión —Lúculo— y un gastrónomo que lo escriba todo. A saber, Marco Caio Apicius, quien legó a la posteridad las recetas de los conviviums en su De Re Coquinaria. La parte menos loable de tanto festín, y por extensión del mundo romano, la contó Petronio en El Satiricón, con el banquete de Trimalción y la versionó Fellini.


En la Edad Media y en el Renacimiento escribían de comida los que la tenían: un almohade que vivió en el Al-Ándalus del siglo XII y que sabía lo suyo de especias y delicias hispano-magrebís, un cristiano del siglo XIV que escribió en catalán el Llibre de Sent Soví, los monjes letrados y cocinillas, los cocineros de los reyes (Monsieur Taillevent, guisandero de Carlos VI, el Mestre Rupert de Nola, cocinero de Fernando de Nápoles) o de los papas (Bartolomeo Scappi) y algún despistado como Francisco Delgado, que dejó anotado en La Lozana Andaluza (siglo XVI) un montón de platos deliciosamente conversos. En este mismo siglo se escribe, cómo no, la Historia General de las Indias (1556) de Francisco Gómez de Gómara, donde se describen por primera vez las maravillas de la futura fusión alimentaria entre Europa, América y África.


En el siglo XVII español se escribe de comida, pero de formas opuestas. La novela picaresca es la mejor descripción del hambre en la España imperial de Carlos V y Felipe II, género coincidente en el tiempo con las recetas del Arte de Cozina (1611) de Francisco Montiño, cocinero real de Felipe II, III y IV. La cocina opulenta de palacio la contó muy bien Carmen Simón Palmer en el libro La Cocina de Palacio, pero la de las calles, Francisco de Quevedo en El Buscón (1603) y, ya en el siglo XX, Lorenzo Silva en La Cocina del Barroco.


Para conocer lo que se comía en la España del XVIII y principios del XIX, además de recurrir al recetario del fraile aragonés Juan de Altamiras (¡por fin, después de dos siglos, se le echa tomate a los platos!), es muy interesante la literatura de viajes, aunque la cocina española no salga muy bien parada, como ocurre con el puchero de garbanzos (“guisantes del tamaño de una bala”) en el periplo de Dumas De París a Cádiz.


Y es que el inicio del XIX fue esplendorosamente gastronómico. Y francés. A un juez llamado Brillat-Savarin se le ocurrió, incluso, reflexionar, analizar y meditar sobre el gusto, y le salió un protoensayo gastronómico o Fisiología del Gusto con tanto aforismo que aún es lectura obligatoria en todas las escuelas de hostelería. Los franceses exportaron el concepto gourmand junto con las guerras napoleónicas. Los españoles respondieron con una Constitución Liberal, un aliado inglés que dio nombre a un solomillo (el duque Wellington) y una perdiz al modo de Alcántara que está en la Guide Culinaire de Escoffier, pero que en realidad es más extremeña que las criadillas de tierra.


En el XIX, el de las dos Españas culinarias, la de los conservadores y liberales gobernando por turnos, se escribió mucho y bien sobre la cocina y sus aledaños: nación, historia, cultura, tradición, identidad y territorio. Fueron precursores de temas que siguen vigentes. Puestos a destacar (ya que hay que resumir) hay que nombrar a la condesa de Pardo Bazán, que lo mismo guisaba un pote, que escribía Los Pazos de Ulloa o La Cocina Española Antigua, mientras defendía sus derechos de género.


Pero no sirvió de nada, porque poco después la gente tuvo que cocinar con inmundicias. Cocina de recursos, del catalán Ignasi Domènech, y Cocinar a un lobo, de M.F.K. Fisher, son dos maravillas de la literatura gastronómica con las contiendas y la hambruna como telón de fondo.


Y luego, llegaron ellos… El Manual de Cocina, de Ana María Herrera, o el cocido como metáfora de la indisoluble unión de la familia española (Manuel Vázquez Montalbán, dixit), las Carmencitas, la marquesa de Parabere, Simone Ortega y sus 1080 Recetas, los escritores de la Transición, los cocineros de la Nueva Cocina Vasca, los críticos, los gastrónomos de oficio y beneficio, los McDonald’s, el chef mediático, el gurú de lo gastro y hasta un premio de literatura gastronómica apellidado como el recetario medieval: el Premio Sent Soví.


A día de hoy —dicen algunos lastimosamente— “ya no se escribe igual”. Porque no se vive igual. Pero se comunica, se predica, se difunde, se redescubre el pasado, se intuye el futuro… Porque la vida sigue y habrá que comérsela para contarla y para escribir los sabrosos comentarios que suelen hacer los escritores y periodistas que se dedican a la crítica gastronómica.

 
 
 
  • 28 mar
  • 3 Min. de lectura

GastroTRIVIAL 28/03/2025


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El cocinado a baja temperatura es una técnica culinaria, consistente en emplear fuentes de calor de baja intensidad a los alimentos con el objeto de cocinarlos durante períodos lo más prolongados posibles (de varias decenas de horas). Los resultados culinarios se traducen en alimentos con unos sabores más contrastados y unas texturas más suaves comparados con los métodos tradicionales de mayor temperatura y menor tiempo.


Muchos de los alimentos cocinados a bajas temperaturas suelen estar por debajo de los 70 °C, y esto hace que (como puede ser el caso de carnes rojas como la de vacuno) pueda llegar a cocinarse durante largos períodos de diez a doce horas. La técnica fue desarrollada en los años setenta por Georges Pralus para el restaurante Troisgros, y en la actualidad es empleada por numerosos chefs, incluyendo a Marc Veyrat y Heston Blumenthal.


La cocción a baja temperatura es otra de las técnicas de cocina gourmet que puedes realizar en casa, ya que no resulta demasiado compleja. La clave está en preparar los alimentos a una temperatura constante y suave, entre 50 y 80 grados.


Igualmente, puedes ir un paso más allá y redondear tu pericia envasando los productos al vacío y sumergiéndolos en agua a baja temperatura. De este modo, los ingredientes moldean sus propiedades y se ensamblan, transformándose en bocados exquisitos, con texturas y sabores con mucha más profundidad que en una cocción tradicional.


La teoría dice que los alimentos deben ser expuestos a fuentes de calor (o a agentes químicos, como pueden ser ácidos, álcalis, etc.) para ser cocinados. Si la exposición es intensa, el tiempo de cocción será breve, mientras que si es de baja intensidad, el tiempo de cocinado se prolonga. Siendo una afirmación habitual decir que: el tiempo de cocinado es inversamente proporcional a la intensidad de la fuente de calor (o del agente químico).


En términos culinarios: Baja Temperatura Largo Tiempo, que abreviadamente se denomina como: BTLT. Bajo esta idea, el cocinado a baja temperatura requiere siempre de largos períodos de cocinado, llegando a superar fácilmente la decena de horas. Uno de los instrumentos que permite estas largas operaciones culinarias son las ollas de cocción lenta (concepto contrapuesto al de la olla a presión) o incluso hornos en rangos de funcionamiento a bajas temperaturas. Desde los años setenta, se han venido desarrollando diversas investigaciones acerca de la cocción de alimentos a bajas temperaturas. En inglés, a veces esta técnica culinaria se denomina como: Low Temperature Cooking (abreviadamente como: LTC).


Entre las características de esta técnica culinaria se encuentra la de perder menos materia alimenticia durante la cocción (por debajo de un 10% del peso del alimento inicialmente) debido a la menor evaporación. Esta disminución de materia es menor aún si se emplean métodos como el sous-vide (baja temperatura en vacío), donde se retienen todos los vapores de la cocción.


Efectos sobre ciertos alimentos

El cocinado a bajas temperaturas afecta de forma diferente a los alimentos:

  • Carnes: al ser expuestas a estas bajas temperaturas durante largos períodos de tiempo, suelen suavizar sus fibras y ofrecer texturas más blandas tras el cocinado. La operación, por regla general, es independiente del origen animal de la carne. En algunas ocasiones, se suelen emplear carnes de propiedades más 'rígidas' (generalmente de inferior calidad) con el objeto de finalizar con una carne tierna. La mayoría de las carnes retienen sus jugos internos. Este método es ideal en la preparación de caldos y sopas.

  • Legumbres: empleadas en numerosos cocidos y estofados, aceptan por regla general cocciones prolongadas a bajas temperaturas. Las legumbres secas necesitan de períodos de remojo previos a la cocción, al igual que en la cocción tradicional.

  • Pastas: por regla general, no aceptan bien cocciones prolongadas en el tiempo debido a que suelen perder su estructura rígida y acaban disolviéndose a las pocas horas de cocción en los caldos circundantes.


Salud


La cocción de alimentos por debajo de los 80 °C puede ofrecer ciertos riesgos para la salud. La mayoría de las bacterias cesan su actividad reproductora o mueren a temperaturas de 68 °C cuando están expuestas durante un período de diez minutos. Es por esta razón por la que cocciones a temperaturas inferiores deben ser realizadas con alimentos cuidadosamente esterilizados (mediante pasteurización) o con el establecimiento de zonas HACCP en el caso de sitios industriales. En algunos casos, se aconseja un precalentamiento inicial de los alimentos, de tal forma que alcancen los 90 °C durante una decena de minutos antes de afrontar el largo período de cocción.


Precedentes históricos


Los judíos españoles cocinaban a baja temperatura los viernes para que el plato quedara listo para el Shabat, día en que tenían prohibido realizar ciertos trabajos como cocinar. La adafina es un cocido que se realizaba en olla de barro a muy baja temperatura y que ha llegado a nuestros días.

 
 
 

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