Opinión 21/11/2024
La memoria del sabor Por Ignacio Medina
Hacía mucho que no leíamos dentro de las columnas de OPINIÓN GASTRONÓMICA un texto tan clarividente como el de Ignacio Medina, periodista culinario desde hace 40 años. Español y peruano. Editor de 7 Caníbales en América Latina. Desde SCZgm, muchas gracias por hablar así de claro. ¡Te echaremos de menos!
Buenos días, amigos. Esta será la última columna que publico en 7 Caníbales, y también el último trabajo periodístico de mi carrera. Con estas líneas acaban cuarenta y tres años dedicados al periodismo gastronómico de los cuarenta y ocho que he ejercido como profesional. Me retiro. No me jubilo porque me queda para rato, pero el periodismo gastronómico ya no es una opción. He dedicado los últimos diez años a buscar otros trabajos que me permitieran financiarlo y ha llegado el momento de aceptar que las cosas no son como deberían: ejerzo una profesión que el mercado ya no está dispuesto a remunerar con dignidad. Menos aún cuando se aplica a la crítica de restaurantes y al periodismo de opinión, que han concentrado mi actividad desde que me hice cargo de la sección de crítica en El País hace 38 años.
Me apasiona mi trabajo, pero ha dejado de ser una profesión para casi convertirse en un hobby que no me puedo permitir. Cada año invierto en él prácticamente el triple de lo que ingreso. Podría prescindir y muñir de funcionario, pero no comparto esa forma de practicar un oficio que exige independencia: para opinar hay que conocer, y eso implica pagar viajes, hoteles y comidas que hace demasiados años ninguna empresa paga por mí. Desde esta perspectiva, subvenciono el trabajo que hago para otros; y el tiempo me ha hecho entender que llega el momento de trabajar para subvencionar mi vida.
La crisis de los medios de comunicación está arrastrando al sector. Limita las oportunidades, va liquidando una a una las viejas secciones de crítica de restaurantes y reduce al mínimo las remuneraciones. Sucede en España y se multiplica por diez en esta Latinoamérica que presume de cocinas, aunque prefiere no saber nada relacionado con ellas, más allá de las listas y los premios, siempre mentirosos, pero tan útiles para pregonar el manido "somos los mejores". Nadie completa la sentencia con tres preguntas esenciales: ¿en qué?, ¿según quién?, ¿es cierto? La cocina quedó en tercer plano cuando se convirtió en el mástil que sostiene la bandera del orgullo patrio.
Paradójicamente, la cocina pública y los que la rodean viven el momento de mayor prestigio social de la historia. Nunca ha sido tan popular y tan abierta (no digan democrática, por favor; es un insulto a la inteligencia en sociedades surcadas por el fantasma del hambre). Los aspirantes a formar parte del circo periodístico se multiplican al mismo ritmo que se cierran las opciones profesionales. Por cada candidato fallido nace una agencia de comunicación, un relacionista público o una influencer iluminada proclamando la excelencia de cada bocado que trajina al cabo del día. El conocimiento y la credibilidad importan cada vez menos.
Hoy preocupa más quiénes cocinan, el sexo que los distingue o su condición, que la forma en que ofician o atienden al comensal. Al tiempo, el cliente pasó a ser una variable extraña en la ecuación de los medios de comunicación. La mayoría decidió ignorar al comensal, renunciar a informarle, evitar la opción de orientarle, aportarle conocimiento o ayudarle a elegir. La vacuidad, la ligereza y la intrascendencia dominan el contenido que prefieren las empresas, mostrándose en las cada vez más peculiares (llamémosle así) secciones de gastronomía de los diarios. Los escasos medios independientes sobreviven a duras penas.
Cada día quedan menos caminos para el periodismo gastronómico. El más frecuentado es el que presume de ignorancia para hacerse fuerte en la frivolidad, las verdades a medias y el argumento torticero. El sector se embarra en decidir quién es el mejor churrero del barrio, pero es incapaz de explicar cómo son sus churros, y mucho menos cómo los hace y cómo podría mejorarlos. No quiero ese periodismo para mí. Tampoco quiero el del paniaguado que funge convencido de que defiende el honor del cocinero de relumbrón, y recibe como pago una comida, un gesto y una mirada condescendientes, como se trata al cachorro de tu sobrino. La precariedad del momento no ayuda al ejercicio del periodismo gastronómico; hace tiempo que los medios dejaron de pagar con dignidad a quienes los hacen posibles. Afrontaron la pérdida de lectores multiplicando los videos de animalitos virales, presuntamente útiles para captar un lector que nunca leyó el diario (y seguirá sin hacerlo), en lugar de ofrecer el contenido que ayude a recuperar al lector que su propia inanidad les llevó a perder.
La catarsis es todavía mayor cuando se ejerce el periodismo de opinión. Lo he practicado durante casi toda mi carrera, casi siempre como crítico de restaurantes, también como analista de lo culinario, y me ha dado de todo. Fundamentalmente, la certeza de que lo que hice durante tanto tiempo y concluyo hoy tuvo sentido, además de algunas alegrías y también unos cuantos enemigos. “Sucio baboso”, me decía hace años un cocinero de escaparate en sus redes. Lo tomé como una anécdota alimentada por la soberbia y la prepotencia, pero me equivocaba: también era el anuncio de un tiempo en el que la alta cocina y las agencias que manejan las riendas de lo mayestático —puede que una de las secuelas más notables del esperpento de las listas se muestre en el poder conquistado por las agencias de representación nacidas y crecidas alrededor suyo— ejercen un dominio omnímodo sobre el mercado, lo que implica un control, da igual si directo o inducido, sobre lo que se escribe. Vivimos mayoritariamente el periodismo que ellas y una parte de sus patrocinados quieren.
También eso llega a mi Perú —soy peruano, titular de ciudadanía, documento nacional de identidad y pasaporte— multiplicado por diez. No es raro que sus opiniones influyan en la concreción de nuestra labor. Los nuevos emperadores culinarios ejercen el derecho de veto sobre el trabajo del periodista. Ojalá que ahora, en mi retiro, tengan a bien dejarme en paz.
No me lamento, solo explico. De hecho, me considero un tipo afortunado. Soy parte de un pequeño grupo de periodistas —José Carlos Capel, Carlos Maribona, Víctor de la Serna…— que ha podido vivir, y disfrutar, todos los tiempos de la cocina: el final de la alta cocina clásica, la Nouvelle Cuisine, la Nueva Cocina Vasca, la revolución de las vanguardias creativas desatadas por el imaginario de Ferran Adrià, y cuando todo parecía acabado, la revolución social lanzada desde Perú por Gastón Acurio. La vida y el destino nos han permitido ser testigos de procesos únicos y a veces influir en ellos. Solo eso justifica una carrera. He vivido también el nuevo tiempo de las cocinas latinas, tan emocionales, tan inmaduras, a menudo tan infantiles, y precisamente por eso tan fascinantes. He pasado años muy felices siguiendo a cocineros, cocinas y restaurantes cada día más emergentes, cada vez más necesitadas de reflexión: llenar el comedor a más de 500 dólares por cubierto no significa que tu trabajo esté maduro. Dejen ya de confundir fama con calidad.
La cocina ha cambiado en el último medio siglo tanto como el ejercicio del periodismo. Cuarenta y tres años dieron para reinventarse muchas veces, en un camino que poco a poco se separó más de la alta cocina para acercarse a los jóvenes. Suyo es el mañana, pero también suyo debería ser un presente que exige mucha ilusión y muchísimo más compromiso: no encontrarán un lugar en el futuro hasta que no sean capaces de cuestionar las bases de su cocina, como punto de partida en el camino que los llevará a entenderla y les ayudará a transformarla. Sin eso, no habrá avance. También deberían aplicarlo tantos veteranos impasibles y aburridos.
Debo mucho a mis casi veinte años de relación con Latinoamérica. Aquí recuperé la ilusión por el trabajo periodístico y siento que aquí encontré mi escritura. Seguramente obligado por la necesidad de ser comprendido en una región que habla tantos idiomas diferentes, aunque la mayoría hayan dado en llamarse castellano. Aquí he podido dar mi penúltimo giro profesional como editor de 7Caníbales en la región. Me fascina la edición: fungiría como editor hasta el final de mi vida útil, pero también somos desechables; no importa que nuestra tarea sea imprescindible.
Siempre he sido un privilegiado: he podido hacer lo que he querido. Y pasado todo este tiempo me encuentro en condiciones de seguir dando vueltas de tuerca a mi carrera, hasta activar ahora el último giro, que se traduce en dejarla a un lado y buscar otros territorios. Seguiré en el sector. Escribiendo libros para restaurantes —trabajo ya en uno y estudio nuevas propuestas—, dictando clases, dando conferencias y proporcionando consultoría a negocios emergentes como llevo haciendo en los últimos meses. Dejo el periodismo, pero sigo en la gastronomía; tiene tanto que enamora…
Adiós, amigos, os agradezco todos estos años de trabajo, comidas, lecturas y debates. Gracias por leer, nunca dejen de hacerlo, gracias por pensar y, sobre todo, gracias por la cocina.
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