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  • 11 ene 2024
  • 2 Min. de lectura

11/01/2024 GastroTENDENCIAS


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La corteza es la gran parte olvidada del queso. Siempre se habla del origen de la leche, del tiempo de curación o de los sabores y aromas del queso. Pero pocas veces se habla del valor que tiene la corteza. Un elemento tan importante como el resto y que influye en gran manera a la experiencia final de probar un buen queso.

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En un queso artesano se puede comer todo. Y todo quiere decir, desde el primer trozo de queso hasta el último, con la corteza incluida. Si eres reticente a comerte esta parte, tienes que saber que, en la mayoría de casos, la corteza es igual de comestible que el resto del queso.


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Si alguna vez tienes dudas, porque el color no te convence, o notas un aroma extraño que te hace mala espina, ¡pruébalo! Hasta que no pruebes una cosa, no sabes nunca si te gustará o no. Hay muchos tipos de corteza diferentes: lavada, con hongos, con ceniza, con flores e incluso con uvas. Hay tantas cortezas como tipos de queso. Se trata de un elemento tan importante que en algunos casos incluso condiciona e influye en el sabor de la parte interna del queso.


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En una pieza de leche cruda de vaca con corteza de flores, por ejemplo, el sabor de la corteza penetra tanto en el interior que hace que el queso coja un regusto de miel.

Algunas cortezas, sin embargo, salta a la vista que no se pueden comer. Se trata de las cortezas de cera o de plástico. Algunos quesos artesanos vienen recubiertos con cera.


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El origen de este tipo de recubrimientos lo encontramos en los quesos que se elaboraban en Europa hace unos siglos y que tenían que ser transportados durante bastante tiempo. Esta corteza impermeable permitía que se conservaran en buen estado durando más tiempos y que no se estropearan al cabo de pocos días. Otro de los casos en que la corteza no se tiene que comer es en los quesos de supermercado.


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La gran mayoría se envasan con fungicidas y se recubren con cera o plástico. Estos elementos imposibilitan la proliferación de los hongos que encontraríamos en una corteza lavada y, por lo tanto, no es recomendable comérsela.


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Lo mejor que puedes hacer siempre, sin embargo, es preguntar a tu quesero de confianza. En el supermercado solo hay el reponedor y el cajero, como a quien dice. No hay nadie que te pueda explicar lo que son las manchas blancas que le salen al queso. Por eso te animo a que te acerques a tu quesería de confianza, cojas el queso que más te guste e intentes averiguar qué tipo de corteza tiene, y a qué sabe.


Fuente EL NACIONAL CAT

 
 
 
  • 2 ene 2024
  • 2 Min. de lectura

02/01/2024 GastroTENDENCIAS

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Este CARTEL es el que han puesto en las puertas de muchos locales.

Defender los derechos de los trabajadores de los establecimientos gastronómicos está arrasando en restaurantes, cafeterías y bares. Ahora, en estas celebraciones que hemos vivido de Navidades y Fin de Año, muchos salen a cenar con amigos o familiares. Sin embargo, los profesionales que los atienden, y que tienen que trabajar en los establecimientos gastronómicos, son los que trabajan más horas que nunca y en condiciones muchas veces muy difíciles. Sobre eso, intentamos concienciar con este mensaje hoy desde SCZgm.


Mensaje que también se ha emitido en otras publicaciones del rubro gastronómico.


Las fiestas de Navidad y Año Nuevo son, sin lugar a duda, la época del año en la que probablemente tengamos más citas sociales en las grandes ciudades. Día sí y día también, las comidas y las cenas con los distintos grupos de amigos, con los compañeros de trabajo o con la familia se acumulan sin dar tregua al descanso. Unos prefieren hacerlo indoors, es decir, en casa, alejándose del bullicio que colapsa la ciudad. Sin embargo, la mayoría prefiere tirar de restaurantes y cafeterías para festejar estas fechas tan entrañables. Pero para que unos puedan salir, festejar y disfrutar, otros deben trabajar, y ese es el caso de los profesionales del sector de la hostelería.


¿Eres buen cliente? Estas son las cosas que los camareros odian que hagas en un bar Meseros, cocineros, jefes de sala… Trabajadores, pero también personas, que echan horas y horas en una época del año en la que el negocio “lo exige” para tener al cliente contento con el servicio y al dueño feliz con las ganancias de esta época que satura cualquier establecimiento, sobre todo en las grandes ciudades.


"También tienen familia": De ahí que los responsables de algunos de estos locales hayan querido compartir un cartel con un mensaje que ayuda a recordar la realidad de los trabajadores de este sector a los comensales.


El objetivo del cartel es claro: concienciar a los clientes de los establecimientos sobre el trabajo que realizan estos profesionales. Que se merecen un respeto y mucho más.







 
 
 
  • 26 dic 2023
  • 4 Min. de lectura

26/12/2023 GastroTENDENCIAS


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No hay que ser, en Navidades, como Sangonera, un personaje de la novela "Cañas y barro", capaz de comer hasta morir. El mismísimo Cervantes narra en El Quijote las bodas de Camacho, donde se sirvieron "provisiones rústicas, pero tan abundantes que podrían sustentar a un ejército". El bueno de Sancho no daba crédito a sus ojos: un novillo espetado en un asador hecho con un olmo entero...


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Y ollas que parecían tinajas, tan grandes que dentro bullían "carneros enteros sin que se notara, como si fueran palominos", además de "liebres sin pellejo y gallinas sin plumas". En el vientre del novillo había "doce tiernos y pequeños lechones que, cosidos por encima, servían para darle sabor y enternecerlo".


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Las especias no las habían comprado por libras, "sino por algarrobas, y todas estaban a la vista en una gran arca".

Nadie está obligado a comérselo todo, ni en la vida ni en la literatura. Algunos banquetes literarios se le atragantarían incluso a Polifemo, que se podía tragar de un bocado una vaca (o un hombre: era antropófago).


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También era descomunal el apetito de Gargantúa y de su hijo, Pantagruel. Su almuerzo, dice François Rabelais, podía consistir en "16 bueyes, tres terneras, 32 terneros, 63 cabritos domésticos y 398 lechones".

Eso, claro está, para ir abriendo boca. Y luego “220 perdices, 700 becadas, 400 capones, 6.000 pollos y otros tantos pichones, 600 gallinas, 1.400 liebres y 303 avutardas”.


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Y, para matar el gusanillo, “11 jabalíes, 16 ciervos, 140 faisanes y algunas docenas de palomas, cercetas, alondras, chorlitos, zorzales, ánades, avefrías, ocas, garzas, cigüeñas, aguiluchos, patos, pollos de la India y otros pájaros en cantidad muy abundante”.



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No tan conocido, pero igualmente notable, es el caso del reverendo Pendrake, que da cobijo una breve temporada a Jack Crabb, el protagonista de Pequeño Gran Hombre, de Thomas Berger, un autor que con esta obra entró en el Olimpo de la literatura del Oeste, aunque su libro también puede leerse como una novela picaresca, como si un moderno Buscón se hubiera trasladado a vivir a las grandes llanuras de Estados Unidos.


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Al reverendo le freían “seis huevos, una gran masa de patatas y un filete del tamaño aproximado de dos manos gigantes, un par de cuartos de café y diez o doce tortitas a la plancha coronadas con un pedazo de mantequilla tan grande como una manzana y goteante de melaza”.


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Y eso era para el desayuno, imaginad el almuerzo: “Dos pollos enteros con relleno, patatas, algunas verduras, cinco panes, medio pastel nadando en crema...”.


Y si la digestión lleva su tiempo, los preparativos también.


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Un cuento de Emilia Pardo Bazán, El honor, habla de un cocinero, padre devoto y amantísimo, que se aísla de la realidad mientras se concentra en su trabajo: sopa, trucha a la Chambord, “en que la guarnición era un prodigio de delicadeza, con las trufas lindamente torneadas” y “ostras y colas de cangrejo colocadas simétricamente”. Y, después de la trucha, lo demás.


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¿Qué? ¿Las obligaciones paternas por fin? No, la elaboración del resto del festín: “Los filetes de carpa a la Regencia, la langosta a la americana, las trufas al champán”. Y el postre, “la bomba de piña, melón, naranja y grosella, digno del mejor repostero”. Solo después de servir hasta el último plato de un menú inacabable puede el cocinero correr a su casa, de donde le han enviado aviso urgente, porque su hijo se está muriendo.


LA CLAVE

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Si no sois cíclopes, si no tenéis el apetito del reverendo Pendrake y si no queréis el fin de Sangonera, ¡contención!

El cocinero de Pardo Bazán podría haber sido el del menú pantagruélico del 30 de abril de 1876, cuando Alfonso XII agasajó al príncipe de Gales y futuro rey Eduardo VII de Gran Bretaña en el salón de columnas del Palacio Real: cocido a la española, bacalao a la vizcaína, vaca estofada con menestra, calamares en salsa negra (o en su tinta), ropa vieja a la castellana, pollo con arroz y perdices escabechadas, postres aparte.


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Y no eran unos postres cualesquiera. Ponían el broche de oro a tan egregia carta los “bartolillos a la Botín”, unos dulces tradicionales de crema que aún se pueden degustar en uno de los restaurantes más antiguos del mundo: Casa Botín, una de las señas de identidad de Madrid y a la que acudían a comer, entre otros, Francisco de Goya, Benito Pérez Galdós (amante de Emilia Pardo Bazán, por cierto) y Ernest Hemingway.


El príncipe de Gales fue invitado como mínimo dos veces a las mesas de Alfonso XII. Meses más tarde, le tocó el turno al gran duque de Sajonia-Weimar-Eisenach durante su visita a la capital de España: sopa de ajos con huevos, cocido, callos a la madrileña, paella (entonces arroz a la valenciana), calamares, ropa vieja, lechoncillo asado, perdices escabechadas, ensalada de pimientos y los sempiternos bartolillos de crema.


¿Cómo salieron indemnes Eduardo VII o el duque de Sajonia de festines tan hipercalóricos? Comiendo con mesura. Ahí está la clave, que hay que recordar en  las comilonas de Navidad. Ni en palacio ni en la casa de la mamá (esos sí que son manjares dignos de reyes) es imperativo vaciar las bandejas. Las sobras de hoy serán un gran plato mañana...



 
 
 

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