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  • 26 dic 2023
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26/12/2023 GastroTENDENCIAS


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No hay que ser, en Navidades, como Sangonera, un personaje de la novela "Cañas y barro", capaz de comer hasta morir. El mismísimo Cervantes narra en El Quijote las bodas de Camacho, donde se sirvieron "provisiones rústicas, pero tan abundantes que podrían sustentar a un ejército". El bueno de Sancho no daba crédito a sus ojos: un novillo espetado en un asador hecho con un olmo entero...


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Y ollas que parecían tinajas, tan grandes que dentro bullían "carneros enteros sin que se notara, como si fueran palominos", además de "liebres sin pellejo y gallinas sin plumas". En el vientre del novillo había "doce tiernos y pequeños lechones que, cosidos por encima, servían para darle sabor y enternecerlo".


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Las especias no las habían comprado por libras, "sino por algarrobas, y todas estaban a la vista en una gran arca".

Nadie está obligado a comérselo todo, ni en la vida ni en la literatura. Algunos banquetes literarios se le atragantarían incluso a Polifemo, que se podía tragar de un bocado una vaca (o un hombre: era antropófago).


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También era descomunal el apetito de Gargantúa y de su hijo, Pantagruel. Su almuerzo, dice François Rabelais, podía consistir en "16 bueyes, tres terneras, 32 terneros, 63 cabritos domésticos y 398 lechones".

Eso, claro está, para ir abriendo boca. Y luego “220 perdices, 700 becadas, 400 capones, 6.000 pollos y otros tantos pichones, 600 gallinas, 1.400 liebres y 303 avutardas”.


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Y, para matar el gusanillo, “11 jabalíes, 16 ciervos, 140 faisanes y algunas docenas de palomas, cercetas, alondras, chorlitos, zorzales, ánades, avefrías, ocas, garzas, cigüeñas, aguiluchos, patos, pollos de la India y otros pájaros en cantidad muy abundante”.



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No tan conocido, pero igualmente notable, es el caso del reverendo Pendrake, que da cobijo una breve temporada a Jack Crabb, el protagonista de Pequeño Gran Hombre, de Thomas Berger, un autor que con esta obra entró en el Olimpo de la literatura del Oeste, aunque su libro también puede leerse como una novela picaresca, como si un moderno Buscón se hubiera trasladado a vivir a las grandes llanuras de Estados Unidos.


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Al reverendo le freían “seis huevos, una gran masa de patatas y un filete del tamaño aproximado de dos manos gigantes, un par de cuartos de café y diez o doce tortitas a la plancha coronadas con un pedazo de mantequilla tan grande como una manzana y goteante de melaza”.


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Y eso era para el desayuno, imaginad el almuerzo: “Dos pollos enteros con relleno, patatas, algunas verduras, cinco panes, medio pastel nadando en crema...”.


Y si la digestión lleva su tiempo, los preparativos también.


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Un cuento de Emilia Pardo Bazán, El honor, habla de un cocinero, padre devoto y amantísimo, que se aísla de la realidad mientras se concentra en su trabajo: sopa, trucha a la Chambord, “en que la guarnición era un prodigio de delicadeza, con las trufas lindamente torneadas” y “ostras y colas de cangrejo colocadas simétricamente”. Y, después de la trucha, lo demás.


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¿Qué? ¿Las obligaciones paternas por fin? No, la elaboración del resto del festín: “Los filetes de carpa a la Regencia, la langosta a la americana, las trufas al champán”. Y el postre, “la bomba de piña, melón, naranja y grosella, digno del mejor repostero”. Solo después de servir hasta el último plato de un menú inacabable puede el cocinero correr a su casa, de donde le han enviado aviso urgente, porque su hijo se está muriendo.


LA CLAVE

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Si no sois cíclopes, si no tenéis el apetito del reverendo Pendrake y si no queréis el fin de Sangonera, ¡contención!

El cocinero de Pardo Bazán podría haber sido el del menú pantagruélico del 30 de abril de 1876, cuando Alfonso XII agasajó al príncipe de Gales y futuro rey Eduardo VII de Gran Bretaña en el salón de columnas del Palacio Real: cocido a la española, bacalao a la vizcaína, vaca estofada con menestra, calamares en salsa negra (o en su tinta), ropa vieja a la castellana, pollo con arroz y perdices escabechadas, postres aparte.


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Y no eran unos postres cualesquiera. Ponían el broche de oro a tan egregia carta los “bartolillos a la Botín”, unos dulces tradicionales de crema que aún se pueden degustar en uno de los restaurantes más antiguos del mundo: Casa Botín, una de las señas de identidad de Madrid y a la que acudían a comer, entre otros, Francisco de Goya, Benito Pérez Galdós (amante de Emilia Pardo Bazán, por cierto) y Ernest Hemingway.


El príncipe de Gales fue invitado como mínimo dos veces a las mesas de Alfonso XII. Meses más tarde, le tocó el turno al gran duque de Sajonia-Weimar-Eisenach durante su visita a la capital de España: sopa de ajos con huevos, cocido, callos a la madrileña, paella (entonces arroz a la valenciana), calamares, ropa vieja, lechoncillo asado, perdices escabechadas, ensalada de pimientos y los sempiternos bartolillos de crema.


¿Cómo salieron indemnes Eduardo VII o el duque de Sajonia de festines tan hipercalóricos? Comiendo con mesura. Ahí está la clave, que hay que recordar en  las comilonas de Navidad. Ni en palacio ni en la casa de la mamá (esos sí que son manjares dignos de reyes) es imperativo vaciar las bandejas. Las sobras de hoy serán un gran plato mañana...



 
 
 
  • 21 nov 2023
  • 6 Min. de lectura

21/11/2023 GastroTENDENCIAS

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Un restaurante es una máquina tan compleja que parece imposible que una persona pueda llevarlo sin ayuda. Existen restaurantes llevados por una sola persona ¿Cómo se puede hacer este milagro?

Lo normal es: el plato pasa por varias manos: un cocinero aplica la salsa, otro espolvorea espirulina.

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La sumiller explica el maridaje de vinos a una mesa de cinco que no escucha. El jefe de sala acomoda a los clientes. Los camareros corren entre las mesas como los fantasmitas de Pac-Man, con varios platos en equilibrio en los antebrazos. En la entrada, el recepcionista coge los abrigos de los clientes y les regala una cálida sonrisa.


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Un restaurante de éxito se asocia indefectiblemente a la imagen de una maquinaria arrolladora, dividida en muchas piezas y engranajes. El sector tiende a la aparatosidad, y la ambición de estas catedrales se traduce en equipos numerosos, con muchas abejas obreras centradas en trabajos específicos.


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¿Pero qué ocurre en el otro extremo? ¿Se puede concebir un restaurante conducido por una sola persona?

A muchos les explotaría la cabeza. Afortunadamente, la valentía de unos pocos hace posible lo imposible. Son lobos solitarios embarcados en una cruzada colosal: sacar adelante un restaurante en pequeño formato con estas manitas, cocinar sin red y sin ayuda delante de sus clientes, clavar los tiempos de cada pase, hacer de camareros y sumilleres, limpiar, apuntar las reservas, asumir, en definitiva, todas las tareas de un negocio con incontables aristas y no morir en el intento.


UNO PARA TODOS


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En la localidad catalana de Puigcerdá se producen milagros. El restaurante 539 Plats Forts cosecha elogios y atrae a reputados gastrónomos. Es una barra japonesa para comensales que seduce con su cocina salvaje, de producto sublime. Solo hay una persona al timón de la nave, el argentino Martín Comamala: se ha pateado medio mundo, ha estado en cocinas galácticas como El Bulli o Casa Marcial.


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Es un chef extraordinario que cualquier restaurante querría al mando de sus fogones; no obstante, un día decidió aislarse del ruido y convertirse en hombre orquesta. “He estado en muchas cocinas, pero nunca he estado mucho tiempo en ellas. Es algo personal: para llevar un equipo tienes que tener un don que no poseo. Soy muy rápido cocinando, pero no soy buen comunicador”.


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Se dio cuenta de que reduciendo cosas, podía llevar un restaurante solo. “El formato de barra japonesa me iba perfecto, y la libertad que tengo ahora es tremenda”, asegura.


En Barcelona, otro valiente se enfrenta sin titubear a una barra para hasta diez comensales y se mueve con sorprendente fluidez en una minúscula cocina a la vista. Se llama Eduard Ros, abandonó la abogacía por los fogones, y ha convertido Bisavis Tavern en un referente gastronómico tan alabado por su cocina sin pamplinas como por su distinguida bodega.


“Como subordinado soy indisciplinado y como jefe puedo ser despótico: no me gusta trabajar para nadie ni con nadie”. Súmale a eso limitaciones económicas autoimpuestas y su pasión por el vino y la cocina. “Decidí hacerlo todo yo y listos. Me decían que estaba loco, otros no se creen que trabajo solo”, comenta Eduard, mientras empieza a servir las primeras copas de vino a los clientes que llegan pronto.


Son cocineros que confiesan no encajar con la disciplina de equipo, y con tal de saborear la libertad de la soledad, bregan con infiernos que nunca se apagan. Beatriz Pascual es el motor de Almazen, un espacio para 15 comensales en Salinas de Añana, Álava, que impulsa sola desde todos los ángulos, con el único apoyo de en una asistente que le ayuda a atender a los clientes en cada pase. “Voy a las huertas, estoy en contacto directo con los proveedores, elijo el producto, hago las compras, las ordeno, pienso en lo que haré de menú, lo cocino todo. Hay un proceso creativo añadido. Y las redes, y hago de secretaria, porque cojo las reservas: haces un sobreesfuerzo, no hay descanso. Empujar todo esto es duro, pero muy gratificante”, comenta.


EJÉRCITO DE UNO


Aunque suene a perogrullada, es imprescindible una organización milimétrica para completar en solitario todas las tareas de un restaurante. Los entrevistados coinciden en la necesidad de tener muy claro qué hacer y cuándo hacerlo. Martín Comamala parece tener todas las piezas del puzzle encajadas: “Tengo una carta pensada para que todo resulte fácil, un sistema con el que puedo preparar todo al momento. Cuando llega la gente, la cocina está vacía. Levanto las comandas de cero, por eso lo tengo todo pensado. Y en siete minutos, ya tienen un caldito. Muchos se sorprenden y me dicen: ‘Te felicito, parecía que íbamos a comer mañana’”, comenta entre risas.


Menús cerrados y cambiantes en función del producto, con turnos muy marcados (la puntualidad es imprescindible). Todo debe encajar con precisión y sin forzar costuras: en la cocina, no solo se exige ritmo y rapidez, sino un extra de creatividad, pues hay que superar limitaciones y sacar platos de altura. Elaboraciones hechas de antemano, conservas, encurtidos; se imponen bocados muy directos que salgan a tiempo, no exijan demasiadas intervenciones y, encima, respondan el reto del sabor.


“No puedes complicarte; los guisos y cocciones largas las tengo pasteurizadas. Tiro de conservas, escabeches, almíbares. Trabajo con platos sencillos, con sabores potentes: es una cocina muy directa, de mucha mise en place. Las preparaciones son en directo; el pescado lo abro al momento, lo salo y lo pongo en la brasa, delante de ti, y eso es impagable”, concluye Comamala. Para que todo fluya, los platos deben ser complejos, pero sencillos al mismo tiempo. “Y tienes que ser rápido, pero marcar tú el ritmo, que no lo marque el cliente” explica Eduard Ros.


En este terreno, el producto es media vida, un flanco en el que hay que darlo todo. Porque puedes hacer dos cosas con el dinero que te ahorras en personal: acumularlo avariciosamente -y equivocarte- o dedicarlo a comprar los mejores ingredientes para mimar a tus feligreses. Trabajar en solitario no penaliza ser un manirroto con la materia prima. Martín Comamala asegura que lo que no gasta en sueldos, lo dedica a un producto que es mejor que el de muchos restaurantes. “Voy a buscarlo personalmente: compro pescado directamente en la lonja de Blanes, me gasto lo que sea en aves y compro pularda a un precio de locos” comenta. Eduard Ros confiesa que el precio de su producto es el 50% del coste de la comida, una cifra que sería inviable en un restaurante convencional.


LOCUACIDAD EN LA COCINA


Ah, las personas. Trabajar solo en un restaurante implica una cercanía con el cliente impensable en otros formatos. Tienes que cocinar y comunicar, una terapia que puede ser beneficiosa: “Estás desnudo, no hay trampa ni cartón, tienes que ser muy franco. No soy actor: cuando estás en un pase estresante, te sale lo que eres; el cliente percibe franqueza y lo agradece. Mi restaurante me ha hecho crecer en todo, me gusta esa comunicación. Cuando abrí, no sabía que me gustaba la gente. Ahora me encanta tratar con 16 personas distintas cada día. Mi madre me dijo: ''has tenido que abrir un restaurante para descubrir que eres simpático'', asegura Ros.


Beatriz Pascual ve el formato como una oportunidad para explicar la procedencia del producto y el entorno del que ha salido, una interacción vital para entender su propuesta. No parece notar la presión de tener una docena de observadores escudriñando sus evoluciones mientras cocina. “Cuando lo normalizas, haces las cosas con naturalidad y pierdes el miedo. No me agobia, lo veo más bien como una reunión de amigos: es un gustazo contar que ese producto lo he cogido, lo he traído y lo he desarrollado yo”. Le gusta ir charlando mientras emplata, les cuenta cosas y ellos le cuentan cosas. “Es muy bonito”, asegura Beatriz.


Para Comamala cultivar esta comunicación sin filtros supone uno los grandes retos. “Tienes que ejercitar tu don de gentes. Estás acostumbrado a hablar con las zanahorias toda tu vida y, de repente, tienes que hablar con una cantidad infinita de personas, gente de todo tipo”. Pero el cliente valora que sea todo tan directo. “Desde que hace la reserva, ya habla conmigo y eso no es habitual”, asegura.


SOLEDAD Y AVENTURA


Llevar un restaurante en solitario es, en definitiva, una bendita locura. Es caminar sobre el alambre día sí, día también. Como dice Beatriz Pascual: “La parte más negativa es que todo depende de ti. Eres imprescindible. Si me pasa algo, Almazen se va al carajo”. Un virus o un hueso fracturado pueden resultar trágicos para el negocio, y el miedo es diario. Trabajar solo en tu restaurante, además, te obliga a robar horas de tu vida privada, te hace dudar de ti, y te pone a prueba. “Hay cansancio y, si no sabes gestionar la soledad, puedes tener un problema. A mí me encanta, pero con este proyecto descubrí realmente lo duro que es este trabajo. Las horas, la exigencia: entiendo que la gente abra restaurantes en solitario. Es muy duro, sí, pero al menos es tuyo”, asegura Eduard Ros.


Lo más chocante, es que los tres entrevistados parecen disfrutar zafándose solos de los problemas. Beatriz intenta conciliar su vida personal con su vida laboral, a pesar de las dificultades. Martín todavía se pone nervioso los 20 minutos antes de cada turno, y Eduard siempre piensa en el menú del día siguiente mientras limpia las copas al final de cada servicio: definitivamente, se sienten cómodos en el vértigo.


FUENTE La Vanguardia COMER




 
 
 
  • 9 nov 2023
  • 4 Min. de lectura

09/11/2023 GastroTENDENCIAS


Muchos de ustedes están ya diseñando sus vacaciones para Diciembre y Enero, en SCZgm nos hacemos eco de los 7 destinos gourmet europeos para visitar al menos una vez en la vida que acaba de publicar la prestigiosa revista National Geographic. Que van desde restaurantes vanguardistas con platos inspirados en las obras de Jackson Pollock hasta fondas íntimas y rústicas, un recorrido por los sabores inolvidables del viejo continente.


1.- OSTERIA FRANCESCANA, MÓDENA, ITALIA

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En SCZgm ya hemos publicado varias notas sobre este restaurante gracias a que el joven Chef de Irish Pub Shane estuvo en el durante un año haciendo una pasantía.


La Osteria Francescana de Massimo Bottura combina ingenio y un toque de diversión al utilizar ingredientes italianos tradicionales en la creación de platos de arte culinario contemporáneo, como el ‘Oops, I Dropped the Lemon Tart’ (que podría traducirse como ‘Ups, Se me Cayó la Tarta de Limón’), donde se fusiona helado de yema de limón amarillo, crema de zabaglione al limón y una masa con especias.


El toque distintivo en la preparación radica en que todos los ingredientes se salpican en un plato, al estilo del artista plástico norteamericano Jackson Pollock, célebre por arrojar pintura desde la distancia hacia sus lienzos.


El restaurante se destaca por darle al comensal una sensación de intimidad. Con sus 12 mesas le permite a los clientes tener un ambiente relajado e íntimo, donde la estrella del show es la comida.


El menú varía de estación en estación y tiene una fuerte impronta de experimentación. Además cuenta con el honor de tener tres estrellas Michelín y ha encabezado dos veces la lista de los 50 mejores restaurantes del mundo.


2.- AZURMENDI, BILBAO, ESPAÑA

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Al palacio de cristal de Azurmendi, ubicado en las afueras de la hermosa ciudad de Bilbao, se accede a través de una serie de senderos boscosos que conducen hasta la locación del restaurante: la ladera de una colina.


El recorrido hacia el edificio hace que la experiencia multisensorial empiece incluso antes de probar el primer bocado, con un viaje de otro tipo teniendo lugar dentro del restaurante de tres estrellas Michelin.


La parte culinaria de la experiencia seguirá con una degustación de más bocados, en un festín de aperitivos en el invernadero local.


Luego, la aventura culinaria conducirá hacia el comedor, donde se notará de inmediato el compromiso de Eneko Atxa con la gastronomía sostenible, reflejado en prácticas como el reciclaje de residuos de alimentos, la reutilización del agua de lluvia, la instalación de paneles solares, entre otras.


3.- EL CELLER DE CAN ROCA, GIRONA, ESPAÑA

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Autenticidad, audacia, generosidad y hospitalidad. Con esas cuatro palabras se pueden resumir los ideales del restaurante más célebre de Girona: El Celler de Can Roca, que ostenta tres estrellas Michelin y ha sido elegido como el mejor del mundo en dos ocasiones.


Bajo la dirección de los hermanos Joan, Josep y Jordi Roca, este establecimiento es una empresa culinaria excepcional en la que incluso el ingrediente más modesto se eleva a un nivel sorprendente.


Con 35 años de historia, el restaurante mantiene los más altos niveles de gastronomía del mundo, siguiendo una rutina en la que la repetición se convierte en belleza y la innovación marca el ritmo.


El menú degustación incluye platos como el pimiento verde de Girona en escabeche servido con melón a la brasa y las preciadas gambas de Palamós marinadas en vinagre de arroz y jugo de cabeza y servidas en velouté de algas.


4.- MAISON PIC, VALENCE, FRANCE

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Anne-Sophie Pic es la cocinera más condecorada del mundo, con una constelación de 10 estrellas Michelin entre todos sus restaurantes.


Maison Pic, de tres estrellas, en Valence, una pequeña ciudad ubicada al sur de Francia entre Lyon y Marsella, tiene en el centro de su experiencia la unión entre comida y vino, como punto principal de la experiencia culinaria.


Entre el exclusivo menú de Maison Pic, se recomienda probar los berlingots, (homenaje a los ravioles de Romans, también conocidos como ravioles du Dauphiné, una pasta de queso oriunda de la región de Auvernia-Ródano-Alpes).


5.- SLIPPURINN, VESTMANNAEYJAR, ISLANDIA

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Slippurinn despliega su bienvenida tan solo durante un lapso de tiempo limitado, abriendo sus puertas durante un período efímero de tan solo cuatro meses al año.


Esto ocurre estratégicamente para aprovechar la breve estación de verano en la diminuta isla de Heimaey, que se encuentra enclavada en el impresionante archipiélago islandés de Vestmannaeyjar.


El chef Gísli Matt, durante este tiempo, se dedica a recolectar y preservar ingredientes forrajeros de la tierra y el mar, que van desde la acedera hasta el limón, así como las ricas algas cargadas de umami. Estos elementos se combinan con la pesca del día y cualquier otro producto que pueda obtener localmente.


La fuerza motriz detrás del restaurante radica en el anhelo de conservar las arraigadas tradiciones culinarias islandesas.


6.- INTER SCALDES, KRUININGEN, PAÍSES BAJOS

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En un rincón apacible y rodeado de un cuidadoso jardín, se erige el prestigioso Inter Scaldes, distinguido con una codiciada estrella Michelín. En lugar de parecer un restaurante en las tierras ganadas al mar de los Países Bajos, este lugar nos evoca la imagen de una elegante mansión británica.


Al mando de los fogones se encuentra el talentoso chef Jannis Brevet, cuyo enfoque culinario sencillo, pero profundamente elocuente, nos lleva a descubrir las riquezas marinas que se encuentran frente a la costa de esta península artificial.


Famoso por sus langostas y su caviar, el restaurante ganó su primera estrella Michelín en 1977, la segunda en 1984 para finalmente coronarse en el panteón de los restaurantes mundiales con su tercera estrella, que le fue concedida en el año 2018.


7.- HIŠA FRANKO, VALLE DE SOČA, ESLOVENIA

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El surgimiento de Eslovenia como una fuerza en el escenario gastronómico internacional tiene nombre y apellido: Ana Roš. Esta chef autodidacta de 50 años, es la dueña del ahora icónico restaurante Hiša Franko, en la ciudad de Kobarid.


Su cocina destaca por reinventar los sabores tradicionales de Eslovenia, destacando productos autóctonos como quesos, pastas, verduras y hierbas, todos cultivados o recolectados en las cercanías.


Además, incorpora influencias italianas, que se encuentran a pocos kilómetros de distancia. Lo que solía ser una modesta posada ha evolucionado notablemente, con un comedor ampliado y la adición de una segunda estrella Michelín a su prestigio.


 
 
 

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